La ola de calor quiso apuntarse a presenciar el regreso de Sonorama Ribera. Una 24 edición con una inmensa carga de trabajo y de emotividad para el público y, sobre todo, para los que están detrás de todo el montaje que precisa un festival como el de Aranda de Duero con sus condicionantes en plena pandemia. Fueron varios los ojos que se humedecieron y alguna que otra lagrimita rodó por mejillas de miembros de la organización y asistentes antes incluso de que la música en directo empezase a sonar con toda su fuerza.
Los asistentes iban llegando, eso sí, con cuentagotas al inicio del programa musical, intentando que el sol no les atacase demasiado. Las sombras eran los sitios más preciados, estuviesen donde estuviesen, y a falta de ellas se optaba por la hidratación continua, lo que hizo que las 5.000 sillas permaneciesen vacías hasta bien entrada la noche y que los primeros sonorámicos se refugiasen en las terrazas cerca de las barras.
Con una electricidad que se notaba en el ambiente, de incertidumbre por cómo resultaría un Sonorama Ribera tan, tan especial, y de emoción por volver a retomar muchos lo que era un ritual año tras año, se encendieron los focos y la música tomó el lugar que la pandemia le robó el año pasado. Ni las mascarillas, presentes en todo momento en lo que esta edición es un amplio patio de butacas, impidieron que las gargantas lanzasen gritos de júbilo y coreasen poco a poco cada vez más estribillos.
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