A muchas mujeres de la provincia de Burgos y del resto de Castilla y León el 95% del día se les va en asear, vestir y dar de comer a otra persona que no puede hacerlo por sí misma, preocuparse de que no falte su medicación y los enseres necesarios para su higiene, de no saltarse ninguna consulta sanitaria y en procurar alguna actividad de ocio que entretenga a quien está en cama o en una silla de ruedas, si es que puede participar en ella. Además, suele ser muy frecuente -lo saben bien los profesionales de atención primaria- que no reserven mucho tiempo libre para sí mismas y que padezcan algunas afecciones debido a estos compromisos familiares y el esfuerzo físico y emocional que conllevan. Se las llama cuidadoras porque eso es lo que hacen y se las nombra en femenino porque mayoritariamente son mujeres. La Red Centinela Sanitaria de Castilla y León publicó un informe a finales del año pasado en el que trazó un perfil de estas mujeres, una suerte de segunda parte del estudio Factores de riesgo del cansancio del cuidador, que se inició en el año 2011.
Los objetivos de este trabajo son describir las características epidemiológicas, la situación sociofamiliar y los problemas de salud y sobrecarga de quienes cuidan a otras personas dentro del propio núcleo familiar y sin remuneración, y conocer cuáles son sus vulnerabilidades, su calidad de vida y cómo perciben la experiencia de estar pendiente de alguien con una enfermedad o discapacidad. Más de medio millar de personas participaron en el estudio, cuyos resultados indican que el perfil mayoritario se corresponde con una mujer de una media de edad de 65 años, que cuida a diario de su madre o padre, con quienes convive, y que no tiene ningún tipo de ayuda externa salvo, en algunos casos, procedente de otros miembros de la familia.
En este retrato, en el que se reconocerán muchas lectoras, Sacyl incluye también cómo les afecta este estilo de vida en su salud. Así, más de la mitad declararon estar sobrecargadas (55,1%) y a la hora de relatar sus problemas de salud más comunes citaron los dolores y molestias osteomusculares, cambios frecuentes en el estado de ánimo, depresión, ansiedad y problemas de sueño. La persona cuidada, por su parte, tenía una edad media de 85 años, una dependencia leve en el 36,5% de los casos y un 15,4% dependencia grave (el 80% de los participantes cumplían los criterios para acogerse a la Ley de Dependencia), y sus principales problemas eran, en este orden, ser anciano dependiente, padecer múltiples dolencias, estar inmovilizado, padecer una demencia, una discapacidad, un proceso psiquiátrico crónico o padecer una enfermedad en estado terminal.
Mirella Saiz atiende a su hija Coraline, de 14 años, con parálisis cerebral. - Foto: Luis López AraicoQuienes fueron encuestados para este análisis fueron captados a través de la consulta a demanda y programada de enfermería del centro de salud, de las visitas domiciliarias y del programa de Sacyl de atención al cuidador familiar en la comunidad, que ofrece consejos de autocuidado y vigila la evolución de estos pacientes que tienen a otros a su cargo.
Rosa García se ocupa de su marido, amador, desde que le fue diagnosticada una demencia
«Al principio, mi dedicación fue absoluta y completa y me aislé. Ahora estoy bien pero temo el día en el que tenga que llevarle a un centro y quedarme sin él»
Rosa García lleva desde el año 2018 cuidando de su marido, Amador, a quien en 2020 le diagnosticaron párkinson con demencia. La cosa comenzó como suele ser habitual en estos casos, que el hombre divertido, buen conversador y afable que había sido hasta entonces empezó «a estar muy raro», dice ella, a preocuparse enormemente por su salud -hasta el punto de tener dos o tres consultas diarias- y a desocuparse de sus amistades llegando a no querer despedirse de uno de sus mejores amigos cuando falleció ni ir a acompañar a la familia. «Es militar y se encontraba dentro de Isfas, por lo que tenía fácil ir a dos o tres consultas diarias con sus dolencias imaginarias que, por desgracia, tenían el beneplácito del médico de cabecera. En una ocasión me fui a verle, le conté que había antecedentes en la familia de problemas neurológicos y a preguntarle si no sería conveniente que le hicieran algunas pruebas en ese sentido y me contestó que a ver si la enferma era yo», explica, aún estupefacta a pesar del tiempo que ha pasado.
Esos dos años fueron muy duros, recuerda. Amador expresaba agresividad hacia ella cuando intentaba hacer que le viera un psiquiatra «y la convivencia se volvió horrible». Por suerte, se cambió a Sacyl, y el médico de Familia de ella fue quien dio con la clave. Llegó, pues, la derivación a Neurología, las pruebas indicadas y el diagnóstico definitivo, la medicación adecuada y, por tanto, una cierta tranquilidad. «He de reconocer que yo tengo un carisma de cuidadora por lo que en aquellos momentos me encontraba feliz y bien porque lo acompañaba y él se dejaba, estábamos juntos. Pero mi dedicación a Amador fue absoluta y yo, que tenía muchas relaciones sociales, muchos contactos, que era una mariposa, me aislé completamente, porque en algunos círculos vi que ser cuidadora se veía como un demérito», recuerda esta trabajadora social jubilada, que ya ha pasado esa fase «de aceptación y disgusto» y que se enfrenta a otra que intuye quizás peor.
Reprimiendo a duras penas un sollozo explica que Amador está muy enfermo y que sabe que alguna vez se quedará sin él «pero no porque se vaya a morir, porque la muerte la acepto, pero lo que no acepto es tener que llevarle a un centro y quedarme sin mi marido, esta es mi angustia mayor, como cuando le veo que cada vez tiene menos movilidad o se encuentra más perdido, que me entra muchísima tristeza».
Lo que a Rosa le está dando la vida en este proceso es tener a su lado a todas las profesionales de Afabur, la entidad que se ocupa de los pacientes con demencias y sus familias, a la que se dirigió nada más conocer el diagnóstico de Amador: «A mí me da la vida estar tanto con los profesionales como con las otras personas que tienen el mismo problema que yo», cuenta la trabajadora social, que se ha implicado hasta la médula en la vida asociativa -es vocal de la junta directiva- y que pelea en la actualidad para crear grupos de autoayuda para cuidadores: «En eso estamos ahora, poniendo a punto un nuevo local que nos ha cedido el Ayuntamiento para que las familias nos podamos desahogar en grupos, teniendo en cuenta, por ejemplo, que no es lo mismo cuidar de una madre o un padre que de una pareja».
La escucha atentamente su hijo Rubén, para quien la preocupación es doble: que su padre esté lo mejor posible y que su madre no caiga enferma. Pero Rosa enseguida dice que salud está bien, «aunque con una artrosis importante», y que se cuida mucho: «Ya pasé aquella etapa de aislamiento del principio y como sigo teniendo grupos de amigos importantes, si a mí alguien me dice de ir a tomar un café lo hago antes que quitar el polvo», comentar con sentido del humor, una cualidad que no ha perdido.
Así que va al gimnasio, a un concierto, al teatro o a lo que se tercie y hasta hace bien poco ha intentado que Amador la acompañe siempre en estos momentos de ocio, «pero ya lo hemos dejado porque empezó el declive pronto: del bastón al andador y del andador a la silla de ruedas». Ahora afirma, muy sincera, que siente «un pánico atroz» ante la siguiente etapa, la de la residencia porque, dice, «el día que salga de casa lo hemos perdido para siempre». Algo que ve ya muy cercano.
Mirella Saiz atiende a su hija coraline, de 14 años, con parálisis cerebral
«Lloré mucho cuando nació pero después decidí que quería ser feliz. Le dedico mucho tiempo pero también tengo espacio para mí y para el resto de la familia»
Mirella Saez Lobo es una mujer asombrosa. Quienes la conocen dicen que siempre va con la sonrisa puesta y que rezuma una energía positiva que contagia. Y es cierto. Para ella la situación de su hija, Coraline, una adolescente de 14 años con parálisis cerebral a consecuencia de una anoxia (falta de oxígeno en el parto), es una circunstancia más en su vida. Dice que nunca se plantea cómo hubiera sido su vida si su hija no tuviera los severos problemas que la acompañan desde que nació y que desde el principio decidió que quería ser feliz. «Es cierto que cuando nació hubo un duelo, lloré mucho, mucho... tanto, que un día probablemente me quedé sin lágrimas y decidí que quería ser feliz», explica, después de haber hecho toda clase de cucamonas a la cría, que responde con una sonrisa a la voz de su madre.
Afirma que es una cuestión de aceptación y de no volverse loca haciéndose preguntas del tipo ¿por qué a mí? «No hay que cuestionarse nada, hay que aceptar lo que viene porque solo tenemos una vida y debemos disfrutarla. Recuerdo que cuando nació Coraline todo el mundo me preguntaba si necesitaba un psicólogo y yo no entendía nada. Sé que muchas madres y padres de niños con discapacidad toman muchas pastillas ansiolíticas y antidepresivas, estoy convencida de que el 90%; yo, por suerte nunca las he necesitado. Lo más cerca que he estado de hacerlo fue cuando Coraline estuvo ingresada 20 días en el Hospital del Niño Jesús después de que se le abriera una herida quirúrgica. Aquello fue duro y una enfermera me dijo que si lo necesitaba que se lo pidiera, pero al final no las tomé».
Nada en esta mujer es impostado. Si fuese un personaje de ficción sería Alegría, de la película Del revés, pero eso no hace que minimice en absoluto el ímprobo trabajo que supone cuidar de una niña que no se mueve, que no habla, que no ve muy bien y que precisa de las manos, los pies y los ojos de su madre (y de su padre, Fran) para sobrevivir. «Insisto, no hay ningún secreto salvo aceptar lo que tienes. Sí que soy una mujer de fe pero en absoluto tiene que ver con el hecho de mi actitud ante la vida aunque algún cura me lo haya intentado hacer creer. Mi madre, que es para mí de muchísima ayuda, me dice que Dios nos envió a Coraline porque sabía cómo éramos de optimistas y que en esta familia la íbamos a cuidar muy bien».
La niña está en todos los planes familiares. De vacaciones, en la piscina, en las fiestas del pueblo de Palencia del que descienden, Lantadilla, muy cerca de Melgar de Fernamental. «No tengo ningún problema por irme toda la tarde con ella a la piscina, la meto, la saco sin ayuda de nadie porque me apaño mejor sola y únicamente al final del día me doy cuenta de lo cansada que estoy», explica entre risas. ¿Y qué pasa con ella misma, con sus autocuidados y con el resto de la familia? Todo controlado: Mirella asegura que disfruta de sus aficiones (sobre todo leer) cuando la cría está en el colegio o en alguna actividad. También echa mano del servicio de respiro familiar que tiene la asociación Apace de apoyo a las personas afectadas por parálisis cerebral y disfruta de fines de semana con su marido y con su otro hijo, Crístofer.
«Soy consciente de que los hermanos de niños con gran discapacidad pueden quedarse un poco al margen y por eso también le doy a él tiempo de calidad con nosotros solos ya que en cualquier actividad en la que esté Coraline, inevitablemente, la atención principal recae sobre ella. Así que hacemos planes con Crístofer cuando ella está en el respiro», añade esta madre, para quien el día comienza despertando a la niña, aseándola, vistiéndola y preparándola para el colegio Fray Ponce de León donde pasa la jornada escolar. Después, se ocupa del resto del trabajo de la casa (tiene una reducción de jornada especial por las circunstancias de Coraline que le hace ir a su empleo dos días al año) y aún le sobra tiempo para tomarse un café con una amiga o hacerse las uñas tras la insistencia de su madre.
«No puedo quejarme de nada, soy feliz. Mi hija está aquí y está bien, siente y vive las cosas a su manera y yo lo he aceptado y lo llevo sin ningún problema. Siempre he sido muy optimista y eso no hay nada ni nadie que me lo pueda cambiar», concluye.