Dejaron de sonar las armas en el patio del castillo de Frías y en su lugar, cada tarde, rompía la monotonía el juego de bolos y los paseos entre sus piedras ruinosas, convertida la fortaleza, otrora bastión defensivo, en lugar de esparcimiento para parejas endomingadas, corrillos de vecinos que pegaban la hebra junto a la torre del reloj o del homenaje. Había quienes, como ahora, que lo visitan ya consolidado, osaban asomarse desde lo alto de la torre, sostenida sobre un farallón rocoso, y perdían la mirada en el Valle de Tobalina, que se extendía abajo, verde y sereno, atravesado por el Ebro como un escalofrío.