Han sido, siguen y seguirán siendo objeto de disputas y colisiones políticas, intercambio de opiniones, así como importante fuente de ingresos para sus fabricantes, porque como ya se pronosticó en plena pandemia las mascarillas vinieron para quedarse.
Hasta la fatídica incursión en nuestras vidas del coronavirus SARS-CoV-2, el contacto de la población sana con las mascarillas era muy bajo. Tampoco los profesionales sanitarios teníamos un amplio conocimiento sobre ellas, y su uso habitual estaba relacionado con cirugías, técnicas de diagnóstico o tratamiento con riesgo de transmitir infecciones, o enfermos con inmunidad alterada.
A partir de la covid-19 se inició un estrecho vínculo con la mascarilla, y como todas las relaciones, la ensalzábamos en ocasiones por la protección que nos daba, o la despreciábamos por lo que limitaba nuestras relaciones sociales. Comprábamos mascarillas en los supermercados, de diferente tamaño, forma o color, de diferentes características en función de la necesidad de protección y las guardábamos en cajas higiénicas, bolsitas de tela o colgantes, como collares. No puedo negar que pudo ser un importante desgaste su contacto permanente, y que surgiera como contrapartida el negacionismo a su utilización, que personalmente no voy a defender.
Así que con la capacidad que tiene la mente humana para olvidar, y el hastío que supuso vivir constantemente pendiente de no olvidarse la mascarilla en casa, es posible que también se haya olvidado la esencia de su uso: la protección de la salud.
El objetivo de la utilización de la mascarilla es evitar el contagio de enfermedades que se trasmiten por vía respiratoria y que el sistema inmunitario, especialmente en población joven o en población sana, tiene la capacidad de reaccionar positivamente, y sufrir afecciones leves sin mayor repercusión. Aunque esta situación se puede generalizar, la adquisición de una infección puede limitar la calidad de vida durante un periodo de tiempo, comprometer o condicionar cualquier actividad diaria, o el proceso infeccioso se pueda complicar y originar una enfermedad grave.
Y no hay que olvidar la posible trasmisión a población más vulnerable de nuestro entorno, en la que la infección sí pudiera suponer un problema grave de salud.
La cuestión es que el uso de la mascarilla en estos meses en los que circulan virus estacionales aumenta, y se vuelve a debatir de forma cíclica su empleo y recomendación. En ocasiones, parece que quien lleva una mascarilla debe justificarse, y es fácil que surja la pregunta relacionada con la salud para su utilización, y los empleados de establecimientos públicos perciben distanciamientos si trabajan con ella.
En un país en el que se proclama la libre elección de casi todo lo que podamos plantear, me resulta llamativo que no hayamos entendido la recomendación de uso de la mascarilla en ciertas situaciones, lugares y momentos, y mucho más que no se comprenda la sensación de protección que aporta a quien decide llevarla y deba argumentar su utilización.
Aunque nos sorprenda, sólo han pasado cuatro años del confinamiento por la covid, un suspiro histórico… ¿Realmente no hemos aprendido nada?