Burgos y la música grabada en los genes. Eso es lo que comparten los protagonistas de esta serie de encuentros que rinden tributo a la honestidad de quienes hallaron en un pedazo de vinilo, en una vieja canción o en una guitarra de saldo una escalera para llamar a las puertas del cielo.
«Nunca sabes cómo empiezan las cosas, sobre todo con la perspectiva del tiempo». Las primeras palabras de Chema tienen algo de prólogo de novela épica, de arranque de gran aventura. La suya lo fue. Y es también la de toda una promoción de críticos, de musiqueros irredentos que cimentaron la cultura sonora de un país renqueante de marchas militares y sordo del oído internacional. En su colegio, el Liceo, los Maristas «nos decían que no fuéramos a ver las películas de melenudos», pero él optó por la insurrección y asistió a un pase de Qué noche la de aquel día, el film de Richard Lester que constituyó el primer acercamiento de unos Beatles ya consagrados al mundo del cine. «Salí flipado. A partir de ese momento todos los amigos entramos en la rivalidad de tener el primero los singles de los Stones o The Kinks».
Oír a Rey rodeado de decenas de miles de discos a medio clasificar en su casa madrileña hablar de las dificultades de hacerse entonces con un mísero single tiene su aquel. Porque si a mediados de los 60 el panorama nacional estaba color sepia, el de Burgos era gris asfalto. «Los álbumes, excepto alguna cosa de Joan Baez o de Dylan, no llegaban aquí. Y en la prensa igual: existía una revista llamada Fans en la que salían Rita Pavone, Los Brincos y algo de los Beatles de vez en cuando, y otra llamada Mundo Joven que se permitía decir que Dylan era muy malo y Frank Zappa un underground poco recomendable. Tenían una visión, digamos, reducida de los estilos nacientes. La FM no existía y en Onda Media cabía de todo, lo mismo los Stones que Carmen Sevilla, así que el acceso a la música era comprar lo poco que había e importar revistas inglesas. No resultaba fácil».
La industria tampoco existía, si acaso como una pyme casposa que no ayudaba. Hasta la llegada de «los discos conceptuales, como el Revolver de los Beatles», se vivía a golpe de sencillos de siete pulgadas. Rey recuerda que «el primero que salió fue el Like a Rolling Stone de Dylan, cuyo primer álbum completo publicado en España fue el John Wesley Harding (1967)». «Salió con Discophone, que tenía los derechos en España de la CBS (ahora Sony). El sello lo dirigía Lauren Postigo, que odiaba ese tipo de música porque él era el epítome de la canción folclórica», así que por entonces sólo se podía «comprar o robar» lo poco que había.
Los melómanos de aquella década descubrieron «que en París o Londres pasaban cosas», lo que motivó que le dieran al rock «una dimensión política que por entonces no tenía en los países anglosajones». Por eso «la música fue la banda sonora de la contestación social». Rey había conocido ya entonces a Diego A. Manrique (que protagonizó la tercera entrega de estas páginas), el tipo de Villarcayo que, para su cabreo, se llevaba los discos de Almacenes Campo ante que él. Sus vidas profesionales se verían trenzadas durante décadas, pero todavía era pronto.
«Comenzamos a escribir porque nos tomamos la música en serio. Yo tenía aficiones literarias, pero lo cierto es que, al contrario que Diego, nunca me tentó el rollo de la crítica musical». Chema quiso ser director de cine (de niño) y músico profesional (de joven). Lo segundo sí lo intentó en firme. Su ‘no luna de miel’ la dedicó a viajar a Londres «exclusivamente a comprarme una Gibson», pero las primeras tentativas hicieron aguas, «así que decidí abrir una tienda de discos porque creí que tenía la clientela». De hecho, fue una de las míticas de una ciudad en la que hoy queda alguna tienda que vende discos, pero ninguna tienda de discos. Se llamaba Zeppelin.
El local, alquilado a una antigua botería en la calle Hospital Militar (detrás de Plaza Vega), tuvo que ser seriamente adaptado y permaneció abierto «hasta que me fui a Madrid en el año 82». Incluso «hubo un tiempo en el que, joder, se vendían discos». Fueron los años del Dark Side Of The Moon de Pink Floyd y alguna que otra grabación legendaria, aunque reconoce, así de tapadillo, que «también tuve que vender alguno de Julio Iglesias». Cuando en la tienda no había clientes, Rey seguía dándole a la Gibson, hasta que «monté, en el 78 ó 79, una banda que se llamaba Milagro» en la que formaron músicos locales de nivel.
Chema componía, cantaba y, al fin, tocaba la guitarra. Luis Marquina (después en La Mode, cuya primera portada fue concebida inicialmente para Milagro) tocaba la batería, y Miguel Escorza y Jesús Sanz hacían muy buen trabajo en la voz y el bajo. «No teníamos ni un disco y dimos 70 u 80 conciertos por toda España. Girábamos con bandas como Burning, Bloque o Storm, pero mientras ellos vendían álbumes nosotros sacábamos para pagar la furgoneta y el equipo. Era la leche, ibas a tocar a una discoteca de Nájera y había mil personas viéndote. Eso pasaba porque había hambre y avidez de cosas nuevas. Ahora mil personas sólo las mete Vetusta Morla», bromea... O no.
Pero Milagro se fue al carajo, Rey malvendió la furgo para apaciguar créditos de la banda y hasta ahí llegó lo de subirse a tocar. En esos años había conseguido meter el hocico en revistas (sí, ya existían) como Disco Express o Vibraciones. Eran publicaciones de normas rudimentarias: «El primero que conseguía el disco se hacía la reseña, así que gracias a la hermana de mi mujer, que me lo trajo de Londres, en mi primera colaboración entré escribiendo en portada y páginas centrales sobre el Zuma de Neil Young», que vio la luz a finales de 1975.
Unos años después consiguió vendernos (sí, a Diario de Burgos) un fanzine que se publicaba los domingos llamado Mundo Joven. Paralelamente nacía «otro tipo de radio» y él se presentó en los estudios de Antena 3 de Burgos. «El director de programas era Ernesto Sáenz de Buruaga, que me dio un programa de música que se oía en todo Castilla y León». Eso, probablemente, lo cambió todo. «En otoño de 1982 el tercer canal de Radio Nacional, donde ya estaba Carlos Tena (otro burgalés) haciendo alguna cosita, decidió dar un paso adelante y montar un canal entero de música. Entre los programas musicales nació el Diario Pop, que iban a dirigir Diego Manrique, Jesús Ordovás y un tercero que dejó el proyecto, así que me llamaron a mí».
A lo largo de la década que va desde los primeros 80 a mediados de los 90 se levanta en España una radiodifusión consagrada a la música que ha tenido y tiene en Radio 3 su particular altar para inconformistas de oído inquieto y voracidad sonora. Rey se pasaría a Arrebato (con otro ilustre, Tomás Fernández Flores, hoy director del dial) y, ya en el 95, crea El Bulevar, espacio con el que terminó sus días tras subirse voluntariamente al ERE que jubiló, prejubiló o fulminó a casi media plantilla de RTVE. Él tenía planes, pero eso es otra historia que hoy no viene a cuento...
Fue con El Bulevar cuando «‘el chico de internacional’, que es como me llamaban en la emisora», comenzó a sacar del fango a grupos hasta entonces ignotos como Dover, primero, y se erigió después en «paladín frente a mis compañeros de un tipo de sonido que yo definí como ‘la revolución de los colores’». Aquello trataba de radiografiar a grupos que «combinaban electrónica con sonidos contemporáneos e instrumentos clásicos» y lo firmaban bandas como Deluxe, Sidonie o Sunday Drivers. Tras dejar el ente se embarcó en su propia ‘gira’ e hizo «más de 120 bolos pinchando o dando conferencias» en apenas un año y medio. Y siguió descubriendo talentos, como sucedió con los magníficos Arizona Baby.
Tiene su coña lo de los Arizona. «Yo había ido a Salamanca a ver a otro grupo y ellos eran los teloneros. Vi a esos tíos con barbas y guitarras acústicas y recordé que el batería era un sobrino de mi mujer. Me habían enviado su disco y no lo había escuchado en mi vida, pero cuando los vi me quedé flipado». Rey contribuyó a catapultar a la banda, cuyo impacto se amplificó gracias a sus maridajes con Los Coronas (Corizonas, Dos Bandas y un Destino...), hasta que ficharon con todas las consecuencias por una discográfica (Subterfuge).
Actualmente Chema se quita el mono del management con Ángel Stanich, ese hijo (musical) bastardo de Ilegales, Robe Iniesta, Los Ronaldos y Quique González que, en modo Juan Palomo, ya la preparó en el Sonorama de 2015 y convierte sus (pocos) conciertos (sin anuncio previo) en fiestas de muchos kilates.
Es el relato (abreviado hasta lo intolerable, lo aceptamos) de 40 años pegados a la música en toda su plenitud: hacerla, tocarla, escucharla, definirla, difundirla, amarla... Y quizás odiarla en la intimidad. «Creo que la industria como tal no ha ganado nada sino mas bien contrario. Económicamente se ha ido plegando a la dictadura de las plataformas digitales de streaming y venta a cambio de unos céntimos mal repartidos entre discográficas, autores... Artísticamente, ha sucumbido a los caprichos de los artistas bajo el signo de los tiempos del ‘háztelo tú mismo’, propiciado a su vez desde las compañías independientes y aupado por la atomización de internet. Eso quiere decir perder control de calidad. Lo que antes ejercían los genuinos A& R´s, verdaderos responsables de los contenidos de los discos clásicos que todos admiramos. Ahora el artista y su criterio se impone y la consecuencia es a veces genial, pero el 98% de las veces desastrosa. El peor enemigo de un artista es él mismo. El caso mas obvio sería Prince pero hay mil mas, especialmente en España», lamenta.
Lejos quedan los días en los que la publicación de un disco era un fenómeno global. Por la expectación, sí, pero también porque podía cambiarlo todo, descojonar el orden imperante en la industria y, por qué no, en las calles. «El mundo ha cambiado de tal forma que un fenómeno socio-musical tipo Beatles o Stones, que aunaba representación generacional, innovación artística y repercusión social (millones de fans), es hoy imposible, y más aplicado a bandas. Ni unos White Stripes, ni Radiohead o Artic Monkeys, Arcade Fire o 50 Cent llegan ni de lejos a esos parámetros de representatividad. Curiosamente, lo mas parecido ahora mismo serían fenómenos pop tipo Taylor Swift o Kate Perry. Evidentemente, nada que ver». Pues sí, nada que ver. Y poco más que decir cuando el camino andado se convierte en tierra quemada, pero, joder, qué bien huele el humo.