La guerra civil era omnipresente. Los periódicos abrían todos los días con el parte bélico. Los militares desfilando a todas horas por la ciudad. Los diplomáticos de los «países aliados» (Italia y Alemania) luciendo uniformes y cochazos. Las dificultades de abastecimiento. El odio a «los rojos». La persecución de quienes pensaban diferente. Las manifestaciones de exaltación. Y la capitalidad del bando sublevado rematando aquel ambiente febril.
El mes de febrero de 1938, hace ahora 75 años, se desarrolló con una actividad nunca vista en la localidad burgalesa. Un pequeño municipio de vida provinciana, que podía recorrerse a pie de punta a punta en 15 minutos y en el que casi nunca pasaba nada, se convirtió de la noche a la mañana en nada más y nada menos que Capital de la Cruzada, como se le denominó en el lenguaje franquista. Epicentro político de la mitad de un país que se había sublevado militarmente contra el otro.
El 31 de enero de 1938 se constituye el primer gobierno de Francisco Franco y dos días después, tras jurar sus cargos, los 11 ministros de aquel gabinete se reúnen en sesión inaugural en el Palacio de la Isla ante un cristo de marfil que custodia el Monasterio de las Huelgas. Burgos pasaba a acoger las más importantes instituciones de ese ‘Nuevo Estado’ (desde aquí se promulgaría, por ejemplo, el Fuero del Trabajo, y pocos días después llegaba la sede de Radio Nacional de España desde Salamanca) que echaba a andar con la vista puesta en el final de la contienda mientras el frente del Ebro se desmoronaba.
Desfile de despedida a los soldados que iban camino de los frentes de batalla. - Foto: Fede Políticamente la medida tuvo una importancia fundamental, pues supuso la creación de los pilares de un sistema que (con modificaciones) acabaría gobernando España con mano de hierro durante los 40 años siguientes. Pero para los habitantes de Burgos provocó también un tremendo impacto, y no siempre positivo.
La ciudad entera pasaba a estar sometida a los intereses bélicos y también sus ciudadanos. Se sucedían los actos solemnes, los tedéum, las misas, los desfiles, las convocatorias masivas escenografiadas por Falange... Y no había sitio para todos. El alojamiento se convirtió en un verdadero problema para la población.
Los burgaleses de toda la vida que no tuvieran algún cargo, llevaran 10 o 20 generaciones seguidas residiendo a orillas del Arlanzón, se convirtieron en elementos molestos a quienes las autoridades empezaron a mandar mensajes reiterados. Las páginas de Diario de Burgos del 14 de febrero recogen uno de estos anuncios. Sin firma, un destacado en una página interior decía así:«Se encarece a los meros residentes sin misión o destino oficial que faciliten la solución del problema de aposentamiento de funcionarios».
Había que hacer sitio como fuera a los miles de trabajadores del nuevo gobierno, muchos de ellos militares pero también oficinistas, administrativos o empleados de todos los niveles del escalafón. Y para ello, ni cortos ni perezosos, los que mandaban entonces sugerían un «traslado voluntario» a otras localidades que pudieran ofrecer mejores condiciones.Se les decía, ni más ni menos, que si podían se marcharan para dejar sitio al aparataje franquista.
Las crónicas de los días siguientes insisten en «el problema del alojamiento». Enrique del Rivero, en la Memoria Gráfica de Burgos con fotografías del archivo de ‘Fede’, menciona que «no cabía un alma. Miles y miles de personas de todas las procedencias, refugiados políticos, tropas extranjeras y funcionarios del nuevo Estado abarrotaban las calles, las terrazas del Espolón, los hoteles, las pensiones y las casas particulares que ofrecían alojamiento».
Alguno hizo negocio de aquello. Fue una época dorada para muchos hoteles de la ciudad. También hubo casos individuales de quien medró en el interior del nuevo régimen y logró ‘colocarse’ de cara a los años venideros, pero la gran mayoría de la población fue víctima de la situación bélica.
En la imprescindible Capital de la Cruzada, el historiador Luis Castro dedica todo un capítulo a esa falta de lugar físico. Desde el mismo verano de 1936, cuando se empezó a solicitar a la población que alquilaran habitaciones a la Alcaldía, los mensajes a los burgaleses fueron escalando en su tono hasta rozar la agresividad. Dice Castro que se llegaron a barajar «criterios muy estrictos, como la posibilidad de traslado forzoso a otras localidades para quienes no sea ineludible la estancia en Burgos», según documentos consultados en el Archivo Municipal de Burgos.
El mismísimo Serrano Suñer, mano derecha de Franco, ordena al alcalde un recuento de locales vacantes y susceptibles de requisa. No había dónde alojar «la plétora de gente, entidades y organismos avecinados en Burgos». Ni los más altos mandos del Régimen estaban cómodos, apretados en una pequeña ciudad que apenas se extendía por el antiguo recinto amurallado y los barrios de la zona sur.
Monasterios, conventos, colegios, hospicios... Todo lugar sin habitar era bueno ante la insuficiencia de las instalaciones cuartelarias. Hasta «el delirante Ernesto Giménez Caballero» según lo define Luis Castro, que fue uno de los consejeros del Consejo Nacional del Movimiento, llegó a aludir a un proyecto para «convertir las torres de la Catedral en rascacielos con ascensores para remediar la notiria escasez de alojamientos».
El sector hostelero, pese a que algunos establecimientos fueron beneficiados, también sufrió presiones. Una orden del Ministerio de Justicia obligó a aplicar una reducción del 25% en hoteles y fondas para militares y funcionarios del Estado. Y algunos bares y cafés tenían orden de permanecer abiertos toda la noche con tal de dar cobijo a las numerosas personas que no encontraban habitación en toda la ciudad.
Ante semejante desbordamiento, algunas localidades cercanas vieron una puerta abierta a recibir más población. El más espabilado fue el Ayuntamiento de Castro Urdiales, que a partir del 26 de febrero empezó a publicar anuncios durante varios días en Diario de Burgos anunciándose como destino. «Se ofrecen viviendas, comercios e industria ante la aglomeración verdaderamente extraordinaria», subrayaban los vecinos cántabros. Pocos días después, una empresa de Salamanca empezó a anunciarse para llevar a población a Galicia loando las bondades, los paisajes y las gentes de la «tierra natal del Caudillo».
Y mientras tanto, en aquel ambiente bélico, el terror empezaba a extenderse entre quienes no pensaban como los que iban ganando la guerra. «Vigilad todos el espionaje enemigo y detened y denunciad a los traidores», rezaba casi a diario una llamada insertada entre las noticias del DB. Produce escalofríos solo pensar las consecuencias de aquella persecución entre vecinos.
después de la guerra. Por fortuna para quienes lo padecieron, el hacinamiento acabaría a la vuelta de año y medio. La mayoría de los militares y funcionarios se marcharon a Madrid. Aunque cuando acabó la guerra, en 1939, en Burgos se siguió respirando la vida castrense durante unos cuantos años. Su condición de Capitanía General la mantuvo en estado de alerta mientras en Europa estallaba la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de varias décadas la ciudad siguió siendo «de curas y militares», como reza el manido tópico.
Hasta los cuarteles condicionaron el urbanismo durante varias décadas. Toda la calle Vitoria a partir de San Lesmes y hasta la avenida de Cantabria acogió instalaciones militares. También hacia el norte, cerca de lo que era el pueblo de Gamonal, se levantó el Diego Porcelos y la Ciudad Deportiva Militar. Desaparecidas o trasladadas la mayoría de las instalaciones, esta última permanece como recordatorio de otra época.
«Es difícil decir qué ‘ganaron’ los individuos y grupos sociales que colaboraron con el Alzamiento y el Nuevo Estado», sostiene Luis Castro. En otras zonas de España la oligarquía terrateniente, industrial o financiera o incluso la jerarquía eclesiástica lograron mantener sus posiciones gracias al golpe militar. Pero aquí no había ese ‘riesgo’ para los privilegiados de los años 30.
Fracasadas las propuestas de mantener el Gobierno en Burgos (todo se llevó a Madrid arrastrado por una política centralista), instalar aquí el Monumento a los Caídos o un Museo de la Cruzada, hasta los años 60 no llegaría lo que muchos han interpretado como una compensación de Franco a la ciudad que acogió a su gobierno durante la guerra. La concesión del Polo de Desarrollo Industrial no fue casual y en ella participaron importantes personajes del régimen con origen burgalés.