A las 9 de la mañana del 16 de enero de 1973 Burgos perdió en apenas unos minutos una de sus principales señas de identidad. Los Gigantillos y los Gigantones fueron devorados por las llamas sin que quedara de ellos más que unas pavesas y una ciudad desolada ante la magnitud de esta catástrofe en lo simbólico, un suceso que traspasó las fronteras provinciales y del que se hicieron eco medios nacionales. No se supieron las causas del incendio, aunque en un primer momento se apuntó a un grupo de niños, «o mozalbetes» decía este periódico, que se coló en los almacenes municipales y se puso a jugar con fuego con semejante resultado. Los materiales de los que estaban hechos eran altamente inflamables (madera, textil, pintura), por lo que nada se pudo hacer salvo sofocar las llamas después de que el vigilante avisara a los bomberos. No quedaron ni las joyas de las armas que portaban algunos de los personajes.
En el lugar del suceso se personó el alcalde de la ciudad, que entonces era Fernando Dancausa, quien se apresuró a explicar el pesar en el que esta tragedia patrimonial se había sumido toda la Corporación y a anunciar que en ese mismo momento se comenzaban las gestiones para llevar a cabo unas réplicas lo más fieles posible a los originales tristemente carbonizados. La idea era que el día del Corpus, que aquel año cayó el 21 de junio, los burgaleses, los Reyes Católicos, los indios, los chinos y los moros (que ahora se llaman pareja americana, pareja asiática y pareja africana) volvieran a bailar como si nada. Así que la cuenta atrás comenzó de inmediato. Y lo primero fue, claro, crear una comisión.
Uno de los miembros más activos de la misma fue el arquitecto Marcos Rico, que cuando aún no había desaparecido el humo de aquel terrible incendio publicó un sentido artículo en este periódico a propósito de la pérdida, pero que un par de años antes había criticado el lamentable estado -«ruinoso y remendado»- en el que se encontraban, razón por la que el Ayuntamiento le encargó participar en la creación de los nuevos gigantes, tal y como él recordaba en estas líneas con un gran sentido del humor: «Por meterme a redentor en aquellas críticas, en verdad constructivas, salidas de mi pluma con la mejor buena fe, me encontré sin duda, con la horma a mi entrometimiento, y el Excmo. Ayuntamiento me confió el honor de formar parte de la Comisión municipal que había de gestionar la reproducción».
El relato que hizo Rico en DB sobre cómo se gestionó y qué se hizo a partir de entonces para que las fiestas volvieran a tener a sus protagonistas intactos es, probablemente, la rendición de cuentas más exhaustiva que se ha hecho con respecto a la restauración de un bien público. Tres páginas del periódico ocupó la minuciosa e interminable reconstrucción de todo lo que se realizó. Lo primero, contactar con el fallero mayor de Valencia que no pudo hacerse cargo a apenas un par de meses de las fiestas grandes de aquella ciudad. Así que en el propio estudio de Rico se ponen manos a la obra.
La idea era no solo reproducirlos exquisitamente sino que fueran más ligeros con tubos de aluminio en vez de madera, para lo que contaron con varias empresas de la ciudad. En el mes de marzo, el otro puntal de la comisión encargada del resurgir de los Gigantillos y Gigantones, el concejal Joaquín Ocio, sufre un accidente de tráfico, queda fuera de juego y es sustituido por el también edil Antonio García.
Y llegó lo que Marcos Rico llamó «el calvario de la vestimenta». ¿Quién podría hacer trajes tan enormes y en tan poco tiempo? Todas la sastrerías de Madrid consultadas, incluso la clásica Cornejo, especializada en ropa para cine y teatro, dijeron que no. Al final, la capa del Gigantillo fue confeccionada por la mítica Casa Seseña y para el resto de la ropa se contó con firmas y profesionales de Burgos y de otras ciudades. Con las joyas y los complementos ocurrió otro tanto: dificultades, negativas, búsquedas en tiendas especializadas que el propio arquitecto realizó a pie por las calles de Madrid...
«Armas y adornos, pendientes, collares, las espadas del Rey y del Moro, coronas, arcos, flechas, alhajas o carcajs, hacha de guerra, penacho, cíngulos, vainas y cinturones de colgar, abanico, plumas, joyas, etc., conteras de goma para las patas y demás pequeñeces que parecen interminables. Calzados peculiares, abarcas, mocasines para los indios, babuchas para los moros, chapines para los chinos (...). Todo parece sencillo, pero todo lleva aparejada su dificultad. Y el plazo amenaza implacable», relataba.
Los retoques finales los dieron en los primeros días de junio unos falleros que, además, redujeron en 10.000 pesetas su minuta. La factura final no llegó al millón y los nuevos gigantes volvieron a lucir más que el sol en aquel Corpus del 73.