Sorprende cómo un insecto tan pequeño sea capaz de devorar toneladas y toneladas de acículas hasta dejar hectáreas y hectáreas de pinar secas, famélicas y al borde de la supervivencia. Y sorprende que la lucha contra esta oruga sea en vano, pues además de contar con unas ingeniosas defensas naturales para garantizar su proliferación, tiene en el cambio climático a su mejor aliado. El caso es que mientras la procesionaria es ya una plaga imparable, el Páramo de Masa, uno de los espacios más radicales y también más característicos de la Meseta, se convierte, a juicio de los expertos, en uno de los hábitats naturales más amenazados y desprotegidos.
La famosa oruga de pelos urticantes y de largas procesiones ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de las reforestaciones llevadas a cabo a lo largo de toda la provincia (y en el cinturón verde de la capital) desde mediados del siglo pasado, especialmente desde que el cambio climático ha desarreglado las estaciones del año y ha alargado los meses de temperaturas suaves.
Si antes era habitual su presencia en los pinares del sur de la provincia, donde las heladas son menos frecuentes e intensas, ahora ya son un habitante asentado por encima de los 1.000 metros de altitud, lo que ha puesto en riesgo a todo el territorio y miles de hectáreas de arbolado.
Aunque la nieve de los últimos días disimula daños, buena parte de los pinares del Páramo de Masa lucen un aspecto amarronado y seco, aunque no están muertos. - Foto: Jesús J. MatíasEl Páramo de Masa ofrece un claro ejemplo de esta devastación. En este entorno de rigores climáticos han predominado las plantaciones masivas de pino laricio (Pinus nigra), con una alta densidad de árboles, todos de la misma edad y con una escasa limpieza en su interior. Son factores que les han hecho vulnerables y que han permitido un auténtico festín para una oruga que en su colonización ha contado con el arrope de una sucesión de años con inviernos muy cortos y benignos, lo que ha alargado su periodo larvario y ha permitido su multiplicación hasta extremos insospechados.
Fruto de todo ello es un Páramo con pinares marrones, escuálidos y aparentemente secos, hoy visibles desde la carretera de Santander, que semejan un paisaje muerto, aunque no lo está. Es difícil pensar que quede algo para alimentarse en mitad de un gigantesco bosque de ramas peladas, pero de los árboles siguen colgando los característicos bolsones donde prosperan las orugas.
Rubén Fernández, ingeniero forestal e integrante de la Fundación Oxígeno, asegura que los árboles marrones están exhaustos, totalmente defoliados, pero no están muertos. Recuperarán lentamente su ciclo vital si cuentan con el alivio de las temperaturas extremas como las vividas en estos últimos días de invierno (que mitigan las plagas) y la humedad necesaria en la próxima primavera y verano.
Pero la procesionaria también seguirá ahí, esperando los primeros días de calor primaveral (de hecho, ya ha realizado sus primeras salidas en este 2023) o utilizando su mejor arma: alargando su fase embrionaria bajo tierra (lo que se conoce como diapausa) a la espera de que salga el año propicio.
No hay tala, fumigación, trampas con feromonas o destrucción de nidos que elimine totalmente su presencia. Los saquitos blancos volverán a salir y poco a poco, en largas procesiones que veremos a lo largo de las próximas semanas hasta bien entrado el mes de abril, colonizarán todo el bosque.
«Con el cambio climático, las plagas se están haciendo mucho más fuertes, aumentando los daños al arbolado. El equilibrio entre orugas y árboles se rompe. Esperamos más periodos de sequía y con olas de calor más intensas... Aumenta el riesgo de incendios y la violencia de los mismos», advierten desde la Fundación Oxígeno, organización conservacionista que quiere llamar la atención sobre lo olvidadas y amenazadas que están estas zonas esteparias de páramo tan características de la provincia de Burgos.
La solución, apuntan, pasa por fortalecer y restaurar medioambientalmente estas plantaciones, caracterizadas por su sencillez, uniformidad y vulnerabilidad. Apuestan por su limpieza (que no existe por su escaso valor maderable) y la reducción de la densidad de árboles, así como la incorporación de otras especies arbóreas y arbustivas más resistentes que refuercen su diversidad, además de la introducción de aves que se alimenten de las plagas.
Burgos, explican desde la Fundación Oxígeno, es un territorio extremo en temperaturas y con especies acostumbradas a vivir en estos límites. Si se rompen los cánones climáticos -como parece que está ocurriendo- habrá una progresiva deslocalización de especies y empezarán a proliferar otras invasoras y oportunistas.