Ahí donde termina la carretera y empieza el camino, flanqueado de altos y frondosos árboles que un día fueron olmos y ahora son fresnos, chopos, quejigos y encinas, se abre un misterioso remanso de paz. Invisible casi desde cualquier lugar pese a estar tan cerca de Burgos capital, enclavado en un vallejo en el que conviven con armonía -y a salvo de los vientos- los frutales y el cereal, se encuentra la residencia de las Franciscanas Misioneras de María. Todo es quietud en el recinto, que extiende sus dominios hasta donde la vista alcanza. El edificio en el que descansan tras una intensa vida de misión por todos los rincones del mundo una treintena de hermanas es relativamente nuevo, pero llama la atención la torre que se insinúa intramuros. Es el último y muy desconocido vestigio del otrora flamante convento de San Esteban de los Olmos, construido hacia la mitad del siglo XV, si bien hay noticias de la existencia de esta fortificación desde el siglo X. Rosario Briones es la responsable de la residencia, en cuya finca se erige esta fabulosa y bellísima construcción.
Es consciente la hermana del valor de esta construcción, a la vez que lamenta que no pueda ser contemplada en su integridad por cualquier curioso: la congregación no cuenta con personal para ello ni ellas pueden ofrecer ese servicio. A apenas dos kilómetros de Villímar, San Esteban de los Olmos es un oasis: reina el silencio, una quietud que parece de otro tiempo. «Para nosotras es una maravilla este lugar», concede Briones. El muro que delimita la finca data también del siglo XV; es otro de los vestigios que, junto a la citada torre, un pozo y una singularísima bodega de sillería, han pervivido hasta nuestros días. No queda rastro del convento que habitaron los franciscanos tras su fundación en 1458 de la mano de fray Lope de Salazar y Salinas, a quien le concedió tal privilegio el obispo Luis de Osorio y Acuña.
Explica Rosario Briones con tanto entusiasmo como dulzura que los franciscanos estuvieron en este privilegiado lugar durante cuatro siglos, siendo el suyo un convento importante e influyente. Tan es así, que en este sitio fue elegido Provincial el que terminaría conociendo la historia como cardenal Cisneros, uno de los hombres más importantes y poderosos de su tiempo. De aquel monasterio, explica Briones, no queda nada: apenas alguna marca de su planta, pero se sabe que fue una construcción grande, a la altura de su trascendencia. También existió una ermita, que desapareció igualmente; en su lugar, ya en la época más reciente, se levantó otra, consagrada el Cristo de los descalzos.
De la importancia de aquel templo da cuenta el hecho de que muchas familias opulentas de Burgos, a la sazón mecenas del convento, decidieron ser enterradas en este lugar tan especial, recurriendo a los mejores artistas de la época para que labraran los sepulcros que los acogerían para la eternidad. E incluso en sus últimos años de existencia, antes de la invasión napoleónica, se impartía allí filosofía y funcionaba como casa de ejercicios. Los avatares de la historia dieron al traste con todo: primero con los franceses, que tras la batalla de Gamonal, en 1808, decretaron la suspensión de muchas órdenes religiosas, incluida la de los franciscanos. A la vez, los enfants de la patrie lo expoliaron a gusto, como hicieron en casi todos los sitios; aunque regresaron tras la marcha de las tropas napoleónicas en 1813, pronto llegó la desamortización de Mendizábal, que fue constituyó el fin definitivo del convento.
La finca, codiciada, terminó con los años en las peores manos posibles: un tipo que decidió derribar las construcciones para reutilizar el material en otras. Hubo suerte en que varios de los sepulcros más importantes no fueron destruidos, y se exhiben hoy en el Museo de Burgos. Son los pertenecientes a María Manuel, madre del obispo Acuña, o el de Antonio Sarmiento. En ambos casos, son obras sublimes: la primera, procedente del taller de los Colonia; el segundo, absolutamente espectacular en calidad y dimensiones, obra de aquel genio que fue Juan de Colonia.
Rosario Briones conoce bien la historia y la cuenta con íntimo orgullo, sabedora de que la importancia que tuvo el lugar en el que ella y sus hermanas habitan. Habla con admiración de la torre, que se encuentra en perfecto estado. Acastillada, fue sometida a reforma por el penúltimo propietario de la finca: Segundo de Murga e Íñiguez, marqués de Murga, quien le añadió unos remates almenados, escudos del linaje de los Sarmiento procedentes del antiguo monasterio; él añadió, por su parte, los escudos de su linaje y el de su mujer, Paula Echevarría. El escudo de los Murga, y la leyenda que se lee sobre la corona de éste, pueblan cada rincón del interior de la torre. En ella se lee: Dece nobilem humilitas (la humildad le sienta bien al noble). Si el marqués de Murga actuó en consecuencia con esa máxima es difícil de saber (lo cierto es que fue un mecenas espléndido: San Nicolás de Bari le debe mucho).
Adentrarse en la torre es viajar cien años hacia atrás en el tiempo: ahí siguen, intacta, la decoración escogida por el marqués de Murga, cuyo retrato en blanco y negro reina en el salón. La chimenea es en sí misma una obra casi de orfebrería; hay tapices y telas con motivos que gustaban al marqués, todos historicistas, con escenas que aluden al origen de Castilla y al mismísimo Cid Campeador. En la planta superior destaca una impresionante cúpula, de la que cuelga una lámpara de araña, gigantesca, de origen medieval. «Era el lugar de descanso de los marqueses. A él le gustaba cazar por el entorno», explica la responsable de la residencia de las Franciscanas Misioneras de María. Otra de las joyas de este tesoro oculto es la bodega. Alejada del solar que un día ocupó el convento primigenio, está construida en sillería. Es posible que los franciscanos elaboraran vino y lo conservaran allí. Briones asegura que las hermanas que llegaron en 1927 a esta finca cultivaban allí champiñones.
Con el mismo orgullo con el que Rosario muestra cuanto atesora esta histórica finca muestra la religiosa la iglesia que el marqués de Murga hizo edificar sobre las ruinas de la original. Es una ermita recoleta, en cuyo retablo reina una réplica en madera del Cristo de Burgos de la Catedral, que fue confeccionado por el gran artista burgalés Fortunato Julián. En ella hay también una talla de San Nicolás, a quien estaba consagrado el templo anterior, si bien su advocación es al Cristo de los desamparados. El resto de la finca está conquistado por árboles frutales, regados por un cauce que nace arriba del vallejo; hay una gruta de piedra con una virgen a la que rezan las hermanas cuando el tiempo lo permite. El resto es paz. Y silencio.