Noticia de una mujer en ayunas

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Burgos
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Hace un siglo que Diario de Burgos contó la historia de Amalia Baranda, una joven de Montecillo de la que decían que llevaba cuatro años sin comer ni beber, a pesar de lo cual seguía viva. El caso concitó el interés científico de todo el país

La revista Estampa, que hacía furor en los años 30, mandó a Montecillo a Eduardo de Ontañón, que publicó un reportaje sobre Amalia con fotos del Photo-Club.

Quien piense que los clickbaits son una cosa moderna deberían leer más los periódicos del siglo pasado. En la tercera columna de la segunda página del Diario de Burgos del 29 de octubre de 1924 se pudo leer este titular: Una enfermedad extraña. Como subtítulo se eligió la siguiente frase: La ciencia médica no se la explica. Así que las lectoras y los lectores de Diario de Burgos no pudieron hacer otra cosa que zambullirse en aquella historia, que resultó ser tremenda. Contaba la situación en la que vivía desde hacía cuatro años Amalia Baranda, una joven vecina de la localidad de Montecillo, cercana a Espinosa de los Monteros, que llevaba todo ese tiempo, según explicaban sus médicos, sin comer ni beber. Tenía 27 años y facciones correctas, pero no había ingerido alimento o líquido alguno en todo ese tiempo porque cada vez que lo había intentado se había puesto en estado gravísimo. Lo que tenía muy intrigados a los facultativos que le habían seguido y que le prestaban atención a diario no era el diagnóstico, que creían bastante claro, sino cómo seguía viva.

La mujer sufría lo que dieron en llamar entonces una perigastritis adhesiva, entidad que no se corresponde exactamente con ninguna que se llame así en la actualidad pero que se puede asimilar a un íleo paralítico u obstructivo, con unos síntomas durísimos como el estómago pegado y los intestinos resecos, además de expectoraciones sanguinolentas, catalepsia y ataques de histeria. Por lo demás, no tenía fiebre y sí una baja temperatura corporal y una enorme insensibilidad al calor pudiendo acercársele un hierro candente sin que se altere lo más mínimo. El aspecto de Amalia, según contaba nuestra crónica, era normal y el corazón le funcionaba correctamente. Con semejantes síntomas la familia había buscado todo tipo de ayuda y la chica había sido vista en hospitales de Madrid y Bilbao. El asombro venía, como bien explicaba DB, por su supervivencia, por cómo podía «una muchacha fuerte y en la flor de la edad sostenerse y conservar la vida sin tomar alimento alguno durante cuatro años». 

En el momento en el que se publicó la noticia Amalia tenía 28 años y su historia, como contaría años después su confesor, Domiciano Sáez, comenzó cuando era solo una adolescente muy atractiva con una extrema vocación religiosa -tanta, que le hizo a sus vecinos motejarla de «la beatilla»- a la que sus padres pretendían casar y casar bien, con un hombre de posibles: «Viendo Amalia la gran lucha que se le avecinaba acudió a su tío don Bernardo, párroco de Quintana de los Prados, en demanda de consejo y ayuda, quien se ofreció a su defensa incondicionalmente. Las razones que su tío la dio de que nadie podía violentar su voluntad obligándola a abrazarse con un estado de vida nada conforme a su vocación religiosa la hicieron descansar un poco... ¡Pero el diablo tampoco se dormía!».

Amalia tenía una vocación religiosa pero su familia quería casarla a toda costa. Y luego enfermó

 

De las palabras del presbítero en la obra Vida de Amalia Baranda. Un caso interesante, publicada por Hijos de Santiago Rodríguez en 1952, se desprende que el intenso malestar del que se quejó a partir del 16 de marzo de 1918 y que hizo que paulatinamente dejara de comer y beber y se metiera en la cama para no salir, supuso un cierto alivio para la enferma debido a que aquella circunstancia la apartó definitivamente del mercado matrimonial donde era un preciado objeto. Porque los síntomas que se relatan tanto en este periódico como en otros de tirada nacional y revistas de impacto de aquella época como Estampa, para la que Eduardo de Ontañón hizo un sentido reportaje, hacen pensar a dos médicos contemporáneos que algo no se nos ha trasladado a lo largo de los años. 

El historiador de la Medicina y médico de Familia José Manuel López Gómez y el internista y colaborador de este periódico Juan Francisco Lorenzo coinciden en afirmar de forma tajante y más allá de cualquier otra circunstancia, que una persona no puede sobrevivir tanto tiempo sin comer y sin beber. Lorenzo aventura, además, que su caso ahora hubiera ido directo a una planta de Medicina Interna donde se le hubiesen diagnosticado varias patologías digestivas sin descartar un hipotiroidismo que aventura por algunos de las características que cuentan que presentaba. No descarta tampoco ninguno de los dos que las dolencias físicas de Amalia tuvieran su origen en el gran sofoco emocional que le supuso el no poderse dedicar a su vocación religiosa y sentir que su familia la quería casar a toda costa. «Un problema psicológico puede derivar en síntomas físicos de importancia», concuerdan ambos facultativos. En todos los relatos sobre la denominada «enferma de Montecillo» aparecía que, además del ayuno, los dolores o las expectoraciones, la joven tenía ataques de histeria.

¿Y qué se entendía por histeria a principios del siglo XX? Una enfermedad que solo sufrían las mujeres y que se creía debida al desplazamiento del útero por el resto del cuerpo y para cuyo diagnóstico se tenía en cuenta el estado civil de la paciente. Hasta los años 50 no fue desechada toda esta carga misógina frente a la evidencia científica y fue entonces cuando se dejó de considerar una enfermedad. Ahora a lo que parece que tenía Amalia se le hubiera llamado un trastorno por ansiedad, que afecta tanto a mujeres como a hombres. 

La situación de la enferma no quedó en la intimidad de su casa, ni siquiera en la de su comarca. Hasta Montecillo acudieron no solo médicos -que llegaron a hacer guardias para confirmar que, en efecto, salvo la comunión que tomaba todos los días y un compuesto denominado fosforrenal, nada más ingería- sino curiosos de toda laya. En el libro de su confesor se incluye, incluso, una tabla con el número de los visitantes en el capítulo que denomina 'Popularidad de la enferma': en tres meses de uno de los años en los que más se hablaba de ella se pasaron por allí 26 sacerdotes, 188 paisanos y 23 médicos. Y ella, a pesar de tanto sufrimiento, no estaba parada y además de ese trajín tenía tiempo y ganas de cartearse con sus admiradores. Así lo cuenta su confesor: Entre 1923 y 1934 escribió muchísimo, tanto en cartas como en tarjetas y estampas con dedicatorias. (...) Entre la nutrida y selecta colonia española sita en México contaba la enferma de Montecillo con excelente y numerosa clientela.

Su caso despertó, además, una gran polémica entre periodistas y médicos. El presidente del colegio profesional, Luis Valero Carreras, se dirigió a Diario de Burgos en noviembre de 1924 para hacer llegar una carta que también había enviado a El Liberal, diario madrileño que habría puesto en solfa el trabajo de los médicos de cabecera de Amalia. Contaba que ante las sospechas que el diario de la capital había insinuado, él mismo se personó en Montecillo con el inspector de Sanidad, el subdelegado de Medicina del distrito y el delegado gubernamental del partido judicial para acreditar la probidad de aquellos galenos y quiso que este periódico lo dejara escrito.

A Amalia la llevaron ya entrados los años 30 a un hospital zaragozano donde fue sometida a múltiples pruebas; también la examinó el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, que en aquellos años estaba en todos los ajos... pero nunca se aclaró qué le ocurría de verdad a la joven. Murió el 21 de septiembre de 1936. Fue enterrada con el hábito de Nuestra Señora de la Virgen del Carmen y el funeral lo concelebraron al menos nueve sacerdotes, entre los que se encontraban, como relata su biógrafo, tres capellanes castrenses que allí prestaban sus servicios en favor de las milicias salvadoras de España. Domiciano Sáez termina su libro sobre la enferma en ayunas con una Novena en honor de la sierva de Dios Amalia Baranda, pero no consta que la Iglesia Católica le entregara nunca semejante categoría.