Pocos acontecimientos históricos han tenido tanta resonancia en España como la Guerra de las Comunidades. Este episodio forma parte de los mitos colectivos del pueblo español y ha sido objeto de una bibliografía abrumadora y de interpretaciones opuestas». Con esa categórica sentencia abre el catedrático francés Joseph Pérez su libro ‘Los comuneros’, donde repasa la evolución de la guerra civil que sacudió Castilla en los primeros años de reinado de Carlos V.
Tras su estallido inicial en Toledo, durante la primavera de 1520, las revueltas pronto se propagaron por las tierras que hoy configuran Castilla y León, donde son muchas las localidades que aún conservan la huella comunera, desde Segovia (donde se desató la violencia) hasta el desenlace en el municipio vallisoletano de Villalar, pueblos y ciudades como Ávila, Medina del Campo, Tordesillas, Valladolid o Torrelobatón fueron testigos principales del devenir de los acontecimientos.
La inestabilidad de la corona de Castilla desde el fallecimiento en 1504 de Isabel la Católica se intensificó tras la muerte de su esposo Fernando en 1516, que en su testamento nombró a su nieto Carlos gobernador y administrador de los Reinos de Castilla y León, ante la enfermedad de su madre, la reina Juana. Ya en las Cortes de Castilla, reunidas en Valladolid el 9 de febrero de 1518, la nobleza castellana le transmitió su malestar por la salida de metales preciosos y caballos de Castilla y la decisión de reclutar soldados y restar privilegios a las ciudades castellanas, un descontento también extendido entre la clase religiosa, que veía cómo numerosos flamencos allegados al nuevo monarca ocupaban altos cargos del reino.
Tras meses desoyendo las peticiones, el joven rey convocó a finales de marzo Cortes en Santiago de Compostela para conseguir subsidios con los que sufragar sus gastos en el extranjero. Las ciudades se opusieron y el rey decidió interrumpir las Cortes y convocarlas días después en La Coruña, con procuradores más afines a la causa realista. La aprobación del servicio y el regreso precipitado del rey a Alemania acabaron por despertar la insurrección de sus súbditos, en un levantamiento que encabezó el regidor Padilla en Toledo y que se tornaría violento pocos días después en la capital segoviana.
Así, el 29 de mayo, la Iglesia del Corpus Christi (antigua Sinagoga Mayor de Segovia, hoy cerrada al turismo en plena judería y ocupada por las hermanas Clarisas) acogió la reunión anual de los encargados de recaudar los impuestos locales. La tensión se disparó entre los representantes reales y el pueblo acabó linchando allí mismo hasta la muerte al cuadrillero Hernán López Melón y a otro colega que se atrevió a protestar por el asesinato.
Explicaciones. Un día después llegó desde La Coruña el procurador Rodrigo de Tordesillas, dispuesto a dar explicaciones a su voto en las recientes Cortes en la Iglesia de San Miguel. En 1551 (apenas 30 años después de los incidentes), el polígrafo Garci Ruiz de Castro publicaba su ‘Comentario sobre la primera y segunda población de Segovia’, donde reflejaba la suerte que corrió el procurador por hacer caso omiso de las advertencias: «Él, dando poco crédito a los presagios de su muerte como Julio César, vístese muy galán, pasa por La Trinidad y va a regimiento. Suben muchos cardadores y perailes con orillas a los brazos, y por los tejados entran y toman al regidor y llévanle por la calle Mayor y arrastrándole sin dejarle confesar y pasando por San Francisco, aunque los frailes sacaban el sacramento decían que aquel señor le mandaba ahorcar. Al final le ahorcaron».
Diez días después el abulense Rodrigo Ronquillo, alcaide de Zamora, abría una investigación sobre el asesinato del procurador, y ante la imposibilidad de dar con los culpables, decidió retirarse a Arévalo, sitiar la ciudad y cortar su aprovisionamiento, «dando por rebeldes y traidores a quienes impedían su entrada en Segovia», según escribía Diego de Colmenares a comienzos del siglo XVII en su ‘Historia de la insigne ciudad de Segovia’. Ronquillo «multiplicaba pregones y amenazas, sin advertir que por sosegar un pueblo los alborotaba a todos», hasta dar con «dos mozos desarrapados», uno de los cuales «confesó ser el que sacó la soga con la que arrastraron y ahorcaron al regidor, y el otro haberle mesado cabello y barbas». Tras sentenciarlos, desató «el furor y el miedo» entre los segovianos, y logró el efecto contrario de que se alistaran «12.000 hombres de guerra», 4.000 de los cuales marcharon el 24 de julio a enfrentarse con Ronquillo «con más cólera que disciplina, y más ímpetu que armas», teniendo que regresar sin éxito mientras solicitaban el auxilio de otras poblaciones de las Comunidades y afianzaban su unidad en torno al líder comunero local, Juan Bravo.
La agitación popular que espoleaba Segovia se transmitió pronto a ciudades como Zamora y Burgos, mientras en otras ciudades como León hubo altercados menores y en Valladolid o Ávila no se registraron incidentes.
«El fuego ardía. Apenas había pueblo sosegado y todos se convocaban para Ávila, lugar señalado para la Junta, que sin poder remediarlo sus nobles, con ser tantos y tales, se comenzó ese mismo domingo 29 de julio en el capítulo catedral, donde sólo había una mesa, y sobre ella una cruz, y los evangelios, sobre los cuales los procuradores al entrar juraban procurar sólo la defensa y remedio del reino», relata Colmenares sobre la organización de la Santa Junta, el órgano de gobierno de los comuneros y donde se debatió la necesidad de destronar al rey y se sentaron las bases de la revolución.
Según detalla el historiador abulense José Belmonte Díaz, que en 1986 publicó ‘Los comuneros de la Santa Junta’, «Ávila no fue la promotora del encuentro, que se tejió en Toledo» (allí habían reclamado su celebración desde los primeros días de abril), y la capital abulense pudo verse «coaccionada o invitada a la fuerza», ya que desde tiempos de Alfonso VI contaba en su título de ciudad con el apellido «del Rey», y sus habitantes tenían profundos sentimientos realistas. «Los comuneros buscaron una plaza fuerte y Ávila, protegida por murallas, era idónea» ante un eventual ataque orquestado por el cardenal Adriano de Utrecht, regente de España en ausencia del rey.
Hay serias discrepancias entre los historiadores sobre las ciudades que participaron en el encuentro. Según apunta Belmonte, «de una carta remitida por el cardenal Adriano al emperador se deduce que el número de participantes no era muy reducido, porque en ella le comunica: ‘Los procuradores del reino se han juntado todos en la ciudad de Ávila, y allí hacen una junta en la cual entran seglares, eclesiásticos y religiosos, y han tomado apellido y voz de que quieren reformar la justicia que está perdida y redimir la república, que está tiranizada».
En esos días, Ávila acogió el nacimiento de los Capítulos del Reino (también conocidos como La Ley Perpetua o la Contitución de Ávila), que Belmonte califica como «una auténtica constitución» ya que marcan «el primer precedente constitucional del mundo», que fue invocado «el 25 de mayo de 1787 en los debates celebrados en Philadelphia como documento inspirador de la carta política de los Estados Unidos de América».
Enfrentamientos. Entre tanto, Segovia padecía como pocas los enfrentamientos entre realistas y comuneros. Los primeros controlaban el Alcázar y los segundos ocuparon la antigua catedral románica, ubicada frente a la fortificación, en los actuales jardines del Alcázar. «La torre de la catedral era más alta que la del Alcázar, porque entonces no se podía construir ningún edificio más alto que la seo. Los comuneros tomaron la catedral e hicieron un boquete en lo alto de la torre, desde donde arrojaban partes de los retablos en llamas, intentando incendiar el Alcázar, pero los cañones y la artillería pesada estaban en el Alcázar, y por eso la catedral quedó arrasada», explica el sacristán de la catedral de Segovia, Ángel Fresnillo.
Los conflictos en Segovia se prolongaban de manera que Adriano de Utrecht ordenó atacar la ciudad con la artillería depositada en la cercana localidad vallisoletana de Medina del Campo, pero conseguir esas armas no iba a ser tan sencillo.
Las tropas realistas llegaron el 21 de agosto a Medina con cerca de 2.000 soldados. Los medinenses habían sacado los cañones a la calle en actitud de defensa para no entregar la artillería, que habían trasladado a la Plaza Mayor.
Como apunta el director del Museo de las Ferias de Medina del Campo, Antonio Sánchez del Barrio, en la publicación ‘La artillería de los Reyes Católicos’, «fracasadas las negociaciones, las tropas de Fonseca se dirigen hacia el centro de la villa prendiendo fuego por donde entran y por las ‘Cuatro Calles’». El principal foco del incendio comenzó por el antiguo Convento de San Francisco. En él se almacenaban las mercancías en los periodos entre ferias y todas ellas quedaron destruidas, junto con los privilegios y documentos medievales de Medina, que también se almacenaban en el recinto. «En lugar de guardarlos en el antiguo concejo, que estaba en frente de la Iglesia de San Miguel, casi todos los documentos estaban en San Francisco porque durante las ferias solían ser necesarios. Todo ardió en aquel incendio, y por eso en el archivo municipal todas las series documentales empiezan a partir de 1520», señala Sánchez del Barrio.
Prendido el fuego, arde casi por completo el centro ferial, alcanzando las llamas en torno a las setecientas casas (ochocientas según Garci Ruiz de Castro), la mayoría ocupadas por mercaderes, y pertenecientes todas ellas a las principales calles de la villa. «Como eran casas de madera y de materiales combustibles se propagó enseguida y se quemó prácticamente el recinto ferial entero, con las llamas a punto de alcanzar incluso la Colegiata», rememora Sánchez del Barrio, que prosigue: «La proporción de la catástrofe hizo desistir a los asaltantes, que huyeron a diferentes villas y ciudades de su jurisdicción para evitar represalias; por su parte, los medinenses que defendieron la entrega de la artillería, acusados de traidores, sufrieron las iras del vecindario y el saqueo de sus bienes».