Un autómata de leyenda

R. PÉREZ BARREDO
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El Papamoscas, grotesca figura casi tan famosa como el templo que es su morada, está rodeado de un halo misterioso desde su propio origen, que podría datar del año 1519, cuando se tiene la primera noticia de él

Primer plano del popular Papamoscas. - Foto: David Arranz

El Papamocas goza de tanta fama como el templo que lo alberga, pero esta singularidad quizás tenga sentido: los autómatas fueron creados para que tuvieran vida propia y se diría que así ha sucedido con el que se halla encaramado en las alturas del triforio de la nave mayor de la Catedral. En la lejana y siempre enigmática China, siglos antes del advenimiento de Jesucristo, el hijo de un rey construyó un autómata con forma y rasgos humanos que, en cierta ocasión, durante la egregia visita de unos monarcas extranjeros, fue presentado en la Corte como un miembro más de ésta. La mirada profunda y sugerente del autómata cautivó a la esposa del soberano invitado a tal punto que despertó en él unos celos furibundos, viéndose obligado el creador del ingenio a sacrificarlo para evitar hostilidades. La popular figura del primer templo capitalino quizás no tenga la donosura de aquella inventada en el impenetrable Oriente, pero su mirada -junto con el ceño fruncido, el mostacho, la perilla de chivo y esa desmedida dentadura- es asaz inquietante. 

El experto en robótica Masahiro Mori desarrolló hace varias décadas una hipótesis muy interesante según la cual las personas empatizan con los autómatas que parecen casi humanos hasta un momento concreto en el que esa semejanza provoca una respuesta emocional totalmente contraria, generando miedo, rechazo y repugnancia. El investigador nipón bautizó a ese cambio en la percepción frente a una réplica como ‘el valle inquietante’. Posiblemente el Papamoscas haya generado, a lo largo de los siglos, ambas sensaciones. Pero, desde luego, siempre ha resultado fascinante e hipnótico para quienes han elevado la vista hacia él. Más aún para quienes han tratado de ahondar en su historia y se han topado, cómo no, con la leyenda. O las leyendas. 

Aunque no existe unanimidad respecto de la fecha en la que aparece el autómata para dar la hora en la Catedral, cobra fuerza el año 1519, cuando en el seno del Cabildo se debate sobre la posibilidad de ‘aderezar’ el reloj, esto es, de adornarlo con alguna figura a la manera en que se hacía o se había hecho antes en otros lugares de Europa, como Estrasburgo o Praga. Así, el Papamoscas estaría cumpliendo ahora 500 años, nada menos, con la misma capacidad de fascinación que el primer día: ¿quién no se ha detenido a observarlo cuando está dando la hora? El gran escritor francés Víctor Hugo quedó deslumbrado por la grotesca figura. En sus memorias, el novelista afirmaba haber vislumbrado «algo de lo que luego había de ser la nueve estética del romanticismo, en donde se mezclarían confundidos altos y bajos, lo bello y lo deforme». En el pensamiento de los modernos, por el contrario, lo grotesco desempeña un papel importantísimo. Se mezcla en todo; por una parte crea lo deforme y lo horrible, y por otra lo cómico y lo jocoso. Atrae alrededor de la religión mil supersticiones originales y alrededor de la poesía mil imaginaciones pintorescas. Siembra a manos llenas en el aire, en el agua, en la tierra y en el fuego esas miríadas de seres intermediarios que encontramos vivos en las tradiciones populares de la Edad Media; hace girar en la oscuridad el circulo espantoso del Sábado; pone cuernos a Satanás, pies de macho cabrío y alas de murciélago; es él el que ya arroja en el infierno cristiano las espantosas figuras que evocarán más tarde el genio áspero de Dante y de Milton, o ya le puebla de formas ridículas, en medio de las que servirá de diversión Callot, el Miguel Ángel burlesco, escribió el autor de ‘El jorobado de Notre Dame’ en el prefacio de ‘Cromwell’.

En su libro Memorias de una burgalesa, María Cruz Ebro recoge que la fantasía popular atribuía la construcción del Papamoscas al diablo. El periodista, escritor y editor granadino Francisco de Paula Mellado también anota un origen similar en su obra Recuerdos de un viaje por España. En el capítulo que dedica la visita al templo burgalés, De Paula Mellado señala que tanto el Papamoscas como su acompañante, el simpar Martinillos, habían tenido movimiento y voz y llamado poderosamente la atención a propios y extraños durante mucho tiempo, toda vez que los gestos que ambos hacían al dar las horas eran un tanto extraños, motivo por el cual el Cabildo había resuelto ‘inmovilizarlos’ más allá de los gestos mínimos de brazos y boca. Según consta en un documento que se conserva el Archivo Catedralicio, fechado en 1837, el canónigo Rafael de Pereda y Vivanco propuso al Cabildo que «para evitar profanaciones e irreverencias, convendría dictar algunas providencias sobre el Papamoscas dando facultades al fabriquero para que actúe y haga suspender, por ahora, los gestos del Papamoscas».

En la misma obra, De Paula Mellado recoge esta conversación, en un pasaje que sitúa a los pies del autómata:  

-¿Y se sabe quién hizo ese autómata? preguntó Mauricio. 
-Es obra del diablo, contestó una de las mujeres con singular aplomo y como quien no duda un ápice de lo que dice. 
-¡Del diablo! exclamé yo. 
-Sí señor, replicó la mujer. Ese muñeco lo hizo Satanás, según cuentan las gentes, para divertir a la concubina de un gran señor que tenía hecho pacto con él; pero San Isidoro, arzobispo de Sevilla, enterado de las maniobras del diablo, se las arregló de modo, que logró que el alma del caballero, que se la había vendido, fuese al cielo y el Papa-moscas viniese aquí. -32-
-Eso que cuentas, Benita, dijo la otra mujer que nos había acompañado, es una verdadera conseja. Yo le he oído asegurar a mi madre muchas veces, con referencia a un canónigo con quien se confesaba, que el Papamoscas fue antes una criatura humana, de carne y hueso como nosotros, a quien Dios castigó porque venía a la iglesia, no a cumplir con los deberes de cristiano, sino a hacer gestos desde ese confesonario a una reina que hubo que se llamó doña Blanca. 

El rey doliente. Pero hay más leyendas vinculadas al Papamoscas. Una de las más famosas hace referencia a Enrique El Doliente. Ésta dice que el monarca solía ir a rezar todos los días al templo burgalés; una mañana, vio a una hermosa joven hacer lo propio. Quedó prendado de ella, hasta el punto de que, ese día y los sucesivos, la siguió a distancia y en silencio hasta su casa. Por fin, en una de esas jornadas, ella dejó caer su pañuelo al paso del rey, quien le entregó en silencio y ceremoniosamente el suyo. Antes de verla desaparecer, escuchó de su boca un doloroso lamento que el monarca no supo interpretar. Para su desolación, no volvió a verla. La buscó por todos los rincones de la Catedral, en vano. Un día, resuelto a hablar con ella, se acercó hasta su casa, que halló desventrada. Un vecino que pasaba por allí informó de que en aquel lugar no moraba nadie; que lo había hecho una familia, pero que había perecido años atrás por la peste negra. Aquel día, el rey ordenó al relojero del templo que construyera una figura que exhalara un lamento similar al que escuchó de aquella fantasmal amada.

El Papamoscas forma parte de la memoria colectiva de los burgaleses. Un espléndido semanario llevó ese nombre en la cabecera. Y son muchas las coplillas populares que lo citan. Quédense con ésta: Hay cosas en Burgos/Dignas de admirar/ Que envidia la Corte/ Y el mismo Escorial./ Lo más renombrado/ De nuestra ciudad/ Es el Papamoscas De la Catedral./ Si bajas a Burgos/ No dejes de ir,/ Que yo te aseguro/ Que te has de reír;/ Es un hombre viejo/ Que está en un rincón/ Y que abre la boca/ Cuando da el reloj:/ Si entras por la puerta/ Puerta principal,/ Enfrente la pila/ Te lo encontrarás./ No es el Papamoscas/ Quien arriba está/, Sino el que mirando/ Se suele embobar...