A tal extremo hace imperio en nosotros la costumbre, que no podemos evitar sentir un chispazo de desconsuelo al ser informados de que la autoridad municipal ha ordenado que se desmantelen, con la llegada de la primavera, todas esas garbosas terrazas que ocupan desde hace cuatro años el lugar de algunas plazas de aparcamiento en nuestro suelo bendito, y que se han convertido en un locus amoenus donde urdir una que otra conjura con un vaso de vino en la mano.
Tal privilegio, el de hacerse con espacios públicos destinados a otros fines para explotar un negocio privado, les fue concedido a los empresarios de hostelería para compensar el quebranto económico que las cautelas sanitarias impuestas por la pandemia habían provocado en sus negocios, pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, los pecadores más recalcitrantes le hemos cobrado un cariño íntimo a esos corralitos, así sean precarias barreras de madera que nos hacen evocar las talanqueras tras las que antaño se corrían toros en los pueblos más pequeños, como esas estructuras modernas, dotadas de todas las comodidades de iluminación y calefacción, que distinguen a los locales de mayor ringorrango.
También los empresarios del ramo estarán lamentando, en igual o mayor medida que nosotros, la caducidad de la medida de gracia, pues muchos de ellos han descubierto que la terraza que montaron como lenitivo de la crisis se ha convertido en una fuente de ingresos igual o más provechosa que los espacios interiores que atendían antes de la calamidad colectiva que nos trajo aquella peste. Uno, en ese punto (y sin pretender llevar la comparación hasta límites ofensivos), se acuerda del imaginativo hallazgo de una gloriosa película de Woody Allen, Granujas de medio pelo, en la que una banda de delincuentes que quiere atracar una joyería alquila el local de al lado, una panadería que empiezan a regentar por aquello del disimulo y que cosecha tal éxito que acaba por hacerlos ricos sin necesidad de empecinarse en sus propósitos delictivos.
Uno rogaría al municipio que se sirva considerar una moratoria para tan acogedores espacios, que pueden cumplir la función añadida de recordarnos el tiempo terrible que todos tuvimos que afrontar; pero, como está harto de que lo tachen de disoluto, a lo mejor obedece sin rechistar y se mete dentro para que nadie venga a afearle la conducta.