El cuerpo de un monje bamboleándose de una soga enroscada al cuello en el scriptorium del monasterio de Santo Domingo de Silos es el primero de los crímenes con los que se va a enfrentar el copista y poeta Gonzalo de Berceo, enviado por el abad del riojano monasterio de San Millán con una doble misión: copiar un manuscrito latino para, después, componer un poema en castellano; y tratar de fortalecer la alianza entre ambas abadías frente al rampante poder del Papa y de la nobleza, resueltos a quedarse con los beneficios de la producción de vino, en manos de ambos centros religiosos. Berceo, que vivía plácidamente amancebado en su terruño natal, escribiendo versos y bebiendo los mejores caldos que pueden dar las viñas de las riberas de los ríos Oja y Ebro, ve así su existencia alterada en tierras burgalesas, donde se verá inmerso en un ambiente criminal y se convertirá en algo más que un mero copista y diplomático, ya que tendrá que desplegar todas sus habilidades para salir vivo de la abadía benedictina, siendo ora detective, ora guerrero.
Esta es la singular propuesta literaria de La taberna de Silos, novela recién editada por Tusquets que constituye un verdadero y deslumbrante hallazgo: en plena saturación de obras adscritas al género negro o policiaco, he aquí un thriller medieval de alto voltaje y muchísimos quilates literarios. Porque además de que la historia es de todo punto original, está maravillosa, primorosamente escrita, transida de un humor que nace del propio dominio del idioma del que hace gala su autor (acaso como homenaje al protagonista de su obra), y que es otro estupendo enigma: la firma Lorenzo G. Acebedo, del que se asegura en la solapa del libro que es el nombre tras el que se oculta «un escritor que abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer».
Así, el Gonzalo de Berceo de esta novela se asemeja al Guillermo de Barskerville de El nombre de la rosa, aquella obra maestra de Umberto Eco que de alguna forma homenajea La taberna de Silos; pero, a diferencia de aquella inolvidable novela del intelectual italiano, ésta cuenta con un ingrediente más añadido a la trama de suspense: el humor. Toda la obra de Acevedo destila humor; un humor inteligente y fino que se ve beneficiado de uno de los elementos centrales de la obra: el vino. Es, en este sentido, una novela fordiana, por cuanto es también una suerte de oda a la pasión etílica que comparten prácticamente todos los personajes, empezando por el propio Berceo, pero especialmente representada en un desternillante peregrino de origen morisco y manco por más señas.
Una tabernera tan bella como osada; un maestro escultor gangoso y bonachón; un prior que se pinta las uñas; un abad ebrio de poder (y de vino); un siniestro monje giróvago con un violento pasado a sus espaldas; un atormentado aprendiz de copista... Con pasiones oscuras y ambiciones sin límite, La taberna de Silos ofrece un riquísimo y divertidísimo retablo de un microcosmos tan ominoso como fascinante. «Ninguna de las pasiones humanas se quedaban entonces fuera de un monasterio, sobre todo las más avasalladoras: el deseo, la ira, la ambición de poder. La sangre oscura del siglo circulaba dentro de las abadías, tan espesa como en las cortes de los reyes y tan turbia como en los ejércitos», describe Berceo en el sublime y delirante arranque de la novela, que no da tregua al lector, que se zambulle con inmenso placer en una época cautivadora y tan llena de misterio, en ese siglo XIII en el que los monasterios eran casi como Estados, tal era su poder.
Y, claro, el monasterio de Silos es el maravilloso y siempre sugestivo escenario por el que desfila esa deslumbrante galería de personajes, convertido en un protagonista nuclear, esencial en la acción de esta obra, que promete ser una de las revelaciones del año. Su biblioteca, su scriptorium, su claustro poblado de fascinantes y pecaminosos capiteles que parecen cobrar vida en la turbia imaginación de Berceo -los dragones y centauros y grifos y leones y mujeres desnudas y toda esa orgía levítica esculpida en piedra- son fundamentales en la novela, que también 'visita' Covarrubias, Salas de los Infantes o parajes subyugantes como La Yecla.