Nuestra hija María, que nos ha salido perroflauta, lleva varios días acampada en los jardines de la Universidad de Zaragoza para protestar contra la aniquilación del pueblo palestino a manos del ejército israelí. Mi esposa, que será madre hasta la mortaja, no deja de telefonearla a todas horas para recordarle que se abrigue bien y rogarle que no se signifique demasiado, y uno, que también ha sido joven, al principio le enviaba entusiastas mensajes de apoyo ilustrados con el dibujito de una tienda de campaña. Hasta que, con la alarma que cabe colegir, me he enterado, gracias a la advertencia de doña Isabel Díaz Ayuso, de que lo que pretende esa panda de insensatos es echar a patadas a Albert Einstein de los currículos universitarios; y uno, que transige casi con cualquier cosa, pero que no está dispuesto a tolerar que le toquen un pelo de la ropa a las ondas gravitaciones en el espacio-tiempo, agarra el teléfono y le grita a su primogénita que deje de echar basura de una santa vez sobre la teoría de la relatividad.
«Papá, por favor», oigo al otro lado de la línea, «sosiégate un poco y haz el favor de mirar las noticias». Y me explica que el único propósito de las concentraciones estudiantiles es exigir a la comunidad internacional que detenga la maquinaria genocida de Israel, que no sean asesinados más niños en Gaza y que se abran vías a la ayuda humanitaria para que, al menos, la gente deje de morirse de hambre en Palestina; que alguien tenga la merced de explicarle qué demonios tiene eso que ver con el pobre Einstein.
La verdad es que la entiendo lo justo, porque, situada a mi costado, mi adorada mitad no deja de vocearme al oído si piensan despachar también a Sigmund Freud y a Milton Friedman. Solidario con mi media naranja, intento poner las cosas en su sitio: «Haced lo que os parezca oportuno, que para eso sois mayorcitos, pero a Kafka me lo dejáis tranquilo o aquí arde Troya». Y, ya más apaciguado, le pido que no la tomen ahora con la derecha española solo porque intenta proteger el legado de Walter Benjamin, de Hannah Arendt, de Elias Canetti. «Y de Karl Marx, papi, y de Karl Marx», me responde con una risita.
Está visto que con estos chavales no se puede razonar.