Los últimos del Encuentro

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Burgos
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Las 11 familias (34 personas,13 de ellas menores) que quedan en El Encuentro habitan un paisaje lleno de basura, ratas y cucarachas. Piden que se limpie el entorno y algunas reconocen que no saben si se acostumbrarán a vivir fuera del 'barrio'

Los últimos del Encuentro

La desaparición del gueto que siempre fue el poblado gitano de El Encuentro es, sin ninguna duda, el reto más complejo que los servicios sociales municipales han tenido en toda su historia. Aunque, sobre el papel, parece sencillo que el Ayuntamiento compre unos pisos, los adecente y con un alquiler social se los ofrezcan a quienes siempre han vivido en chabolas o casas prefabricadas y estas personas sigan allí su vida como si nada, el proceso es endiabladamente difícil y si, además, lo atraviesa una crisis económica (la de 2008) que dejó los recursos económicos por los suelos y, por tanto, frenó la adquisición de viviendas, y otra de carácter sanitario (la de 2020) que paralizó el mundo y lo retrasó todo, los plazos que siempre se manejaron para que ese foco de inmundicia desapareciera totalmente llevan bastantes años de retraso. No obstante, y a pesar del palpable nerviosismo de los últimos vecinos, el escenario del final no va más lejos de unos cuantos meses. 

Viven aún allí 11 familias, en total, 34 personas, de las que 13 son menores, por lo que solo quedan 11 casas levantadas. Pero entre una y otra aparecen los restos de las que se vaciaron y se demolieron dejando a su paso una montaña de cascotes, muebles viejos, juguetes, colchones, coches de bebés, electrodomésticos, sillas de plástico, asientos de coches, tendederos y trozos de palés que nadie se ha molestado en limpiar y que sumada a la basura endémica de la zona (mucha llegada de otros puntos de la ciudad que han entendido -se queja el vecindario de El Encuentro- que aquello es un vertedero) hace que el poblado sea invivible.

Las mujeres del barrio, no obstante, mantienen sus casas bien aseadas. A pesar de que por los huecos se cuelan las cucarachas, de que al minuto de barrer ya está todo otra vez lleno de polvo o de que las goteras son parte de su paisaje doméstico. Claro que quieren marcharse, cuentan Angelita Hernández, de 61 años, y Yulisa, de 25, que tiene un par de niños pequeños. «Me gustaría -dice la más joven- que mi casa estuviera en el barrio de San Pedro, que es muy alegre, y está el colegio de los niños», comenta, tras recogerse en una trenza una larguísima melena de color rojo. 

Al fondo de la calle, una vecina se muestra interesada en participar en la tertulia en la que se expresan las ansias por marcharse y las preguntas sobre las fechas. Se llama Ángeles Dual y lleva la mitad de sus sesenta y pico años viviendo en El Encuentro, adonde llegó desde Las Tejeras, otro foco de chabolismo (en la carretera de Santander) que sucumbió ante la llegada de las grandes superficies. «¿Esto son chabolas?», pregunta. Objetivamente, no, le contestamos; son casas prefabricadas: «Pues que nos dejen vivir aquí, pero que nos limpien los alrededores».

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