Apolinar no puede vivir sin Teresa, y Teresa no puede vivir sin Apolinar. Llevan tres cuartos de siglo juntos, pero el inicio de su historia se remonta a 1950, cuando contaban nada más de quince años. Entonces eran apenas unos chiquillos, pero la época que les tocó vivir les había curtido y espabilado lo suficiente como para saber que lo que habían sentido la primera vez que bailaron fue amor a primera vista.
«Hay unos ojos que miran...», escribía Miguel de Unamuno, que perfectamente podría haber descrito lo que hacía Apolinar cada día que veía a Teresa ir al trabajo. El poeta cristalizó en sus versos el hechizo que sentía cada vez que miraba a su amada que, casualmente, se llamaba como nuestra protagonista. Las jornadas se sucedían y él la observaba en silencio con la esperanza de reunir el coraje necesario para decirle algo, pero el momento nunca llegaba a materializarse. Sin embargo, un día todo cambió:«Yo la seguía, pero no decía nada. Hasta que una vez, en el Club Ciclista, bailamos juntos». El beso robado que le dio después le costó un tortazo, pero a pesar de ello, Apolinar sostiene que fue amor a primera vista.«Yo me enamoré hasta las trancas, pero ella también».
Teresa continuó trabajando en la fábrica textil después de que Apolinar dejara los estudios en la Escuela de Comercio de la calle Madrid, convirtiéndose con el tiempo en maestra tejedora. Y fue precisamente su profesión lo que hizo que el padre de Apolinar no viese con buenos ojos el compromiso de su hijo con la joven:«Esperaban que me casara, como se decía entonces, con una mujer pudiente y no con Teresa, que trabajaba en una factoría», recuerda con un mohín de pesadumbre. El distanciamiento con su familia fue el precio que tuvo que pagar para estar juntos, siendo el mayor sacrificio que ha hecho por amor. «Estábamos muy enamorados. Me casé y no dije nada en casa. A mi boda solo fue un íntimo amigo mío», revela. El enlace se produjo en la Iglesia de San Gil en 1955, hace 70 años.
Ambos coinciden en que jamás han pensado en rendirse y que su amor va a más cada día que pasa. Teresa afirma que ahora están mejor que antes, pero Poli, que así es como llaman cariñosamente a su marido, le rebate.«Mejor no», objeta con un dedo en alto; «ahora vamos a la cama y tú miras a un lado y yo para el otro». Entre risas, algunos de sus hijos sonríen al verlos cruzar las miradas. No todos se encuentran reunidos en el salón, ya que sería difícil acogerlos a todos, incluso apretados. «He tenido 19 hijos...», declara Teresa, no sin orgullo, de los cuales viven 16; tres fallecieron a los pocos meses de nacer de muerte súbita o de una insuficiencia. La mayor «de toda la tropa» es Maite, que se lleva 22 años con su hermana pequeña. «Nos ha tocado mucho a los mayores. Éramos uno tras otro; yo a mi madre la he visto siempre embarazada», afirma. «Los mayores ayudaron a criar a los pequeños», cuenta Sonia, la decimocuarta.
La vida en los años 60 y 70 era muy distinta a la de ahora. Si el profesor te «caneaba» en clase, recibías también al llegar a casa. El temperamento y la disciplina de Apolinar hizo que sus hijos supieran lo que tenían que hacer con tan solo una mirada y, desde muy pequeños, Teresa les enseñó a hacer las labores de la casa para que cuando fueran al colegio ya estuviera todo hecho. Daba igual que fueran chicos que chicas, y si se enfadaban, «les ponía unas cuentas», rememora el padre riendo. Sin embargo, la mujer replica molesta que la que crio a sus vástagos fue ella:«Yo trabajaba y encima hacía lo de casa, qué remedio me quedaba».
Apolinar y Teresa formaron un hogar en una casa del barrio Juan XXIII hasta que se quedó pequeño con tantos niños. Fue entonces cuando les concedieron otra vivienda, en la que residen actualmente, y la organización familiar entre ambos pisos fue más sencilla. La vida común se hacía en la segunda residencia, comidas y cenas, mientras que al antiguo domicilio marchaban a dormir los hijos que habían dejado los estudios para ir a trabajar al día siguiente. «Jamás pasaron hambre», atestigua Poli, que explica que además de traer cada uno las pagas a casa, la ropa se heredaba y se aprovechaba de un hermano al siguiente. Todo valía y la ocupación de Teresa como maestra tejedora en la fábrica le permitió confeccionar los vestidos de sus hijas.
El tiempo ha enseñado a esta pareja de nonagenarios a respetarse y amarse cada día como si fuera el primero, un sentimiento incondicional por el que les gustaría que fueran recordados. La alegría que derrochan es el reflejo de todo lo que han compartido y de lo que todavía les queda por vivir, una compañía mutua que da sentido a su existencia.