Colón: un enigma en Burgos

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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Tras las últimas revelaciones sobre el origen del descubridor de América recordamos su relación con la Cabeza de Castilla, donde pasó varios meses tras su segundo viaje y convenció a los Reyes Católicos de un tercero

Los Reyes Católicos recibiendo en audiencia a Colón. Ricardo Balaca. - Foto: Museo Histórico Nacional de Argentina

La enésima revelación sobre su origen, que va camino de convertirse en un enigma similar al del Santo Grial, ha devuelto a la actualidad a Cristóbal Colón, el navegante al que se atribuye el descubrimiento de un nuevo continente que se denominaría América. Ahora se ha conocido una nueva tesis a partir del estudio de su ADN: que era de origen valenciano; y judío, por más señas. Pero fuera genovés o gallego, balear o catalán, vienés, polaco o portugués, judío converso, corsario o espía al servicio de la Corona lusa -enviado a Castilla por ésta para convencer a los Reyes Católicos de una nueva ruta a las Indias que dejara franco el paso de la conocida a Juan II de Portugal-, el hombre que cambió la Historia, el siempre controvertido y misterioso almirante, vivió en Burgos uno de sus peores y mejores momentos. Sucedió a su regreso del segundo viaje por tierras de ultramar, después de que descubriera Puerto Rico y las Pequeñas Antillas. 

Sabía el ambicioso marino que Isabel y´Fernando, los monarcas que habían auspiciado su epopeya naval, contaban con informes negativos sobre su gestión en las tierras recién descubiertas y determinadas actitudes rayanas en el despotismo y la crueldad. Y, como su intención era convencerlos de una tercera expedición, amén de que se le confirmaran todos los cargos y privilegios que se le habían concedido tras el primer viaje -los títulos de almirante virrey gobernador de las Indias-, llegó preparado como el mejor de los prestidigitadores.

Colón llegó a la Cabeza de Castilla en septiembre de 1496. Dónde residió durante los meses siguientes sigue constituyendo un misterio, uno más en la atribulada biografía de un personaje asaz intrigante. Se sabe que tuvo que esperar el almirante a que estuvieran ambos reyes en la ciudad para entrevistarse con ellos, hecho que aconteció en abril del año siguiente porque sus católicas majestades se volcaron en la preparación de las bodas de su único hijo varón, el infante don Juan, con Margarita de Habsburgo, a la sazón hermana de Felipe el Hermoso. El enlace se celebró a mediados de abril, y no fue hasta que concluyeron los fastos que los monarcas no recibieron a un más que inquieto Cristóbal Colón, marinero en tierra tantos meses.

Esta inscripción puede leerse en una de las fachadas de la Casa del Cordón.  Esta inscripción puede leerse en una de las fachadas de la Casa del Cordón. - Foto: Ángel Ayala

También en Burgos nació uno de sus nietos, al que llamaron Cristóbal, como su abuelo

 

Lo hicieron en la Casa del Cordón. Y el almirante, que sabía que su futuro pasaba por aquel encuentro, salió triunfador. Se presentó en el palacio rodeado de desnudos y pintorescos indios, como recogería en su libro Efemérides Burgalesas el gran Juan Albarellos. Y entre los objetos con que obsequió a sus patronos había verdaderas joyas: ídolos de madera, algodón, oro, coronas, máscaras, cintas, collares y telas pintadas. Asimismo, mostró pájaros nunca antes vistos: guacamayos, loros, cotorras; árboles y plantas de todo puntos exóticos; instrumentos musicales de los indígenas y otros utensilios cotidianos que estos empleaban... Lo que más llamó la atención de los soberanos, al decir de Albarellos, fue la corona que había sido del cacique Caonaboa, el hombre que regía los designios de los habitantes de La Española (hoy República Dominicana), isla descubierta por Colón. Era una corona alta «con alas en forma de adargas, con grandes ojos, y en la frente un ídolo sentado».

Ofreció más cosas el almirante: grandes cantidades de oro en pepitas del tamaño de habas y garbanzos, y algunas del tamaño del huevo de una paloma. Todo ese oro, al decir del cronista, fue destinado a dorar el retablo de la Cartuja de Miraflores, por un lado, y del artesonado de la sala regia del Palacio de la Aljafería de Zaragoza. Se convencieron los monarcas, a la vista de todos aquellos presentes, de la necesidad de una tercera expedición y de que no había persona más idónea para llevarla a cabo que aquel tipo de orígenes nebulosos. Así, se le confirmaron los privilegios y se le encomendó, como recogen Adelaida Sagarra y Juan Carlos Maestro en su libro Colón y Burgos (Dossoles, 2006), «preocuparse de la evangelización y administración de los sacramentos, le permitían llevar 330 personas a sueldo de la Corona; (...) construir otra fortaleza en La Española, e incluían una disposición sobre población, ganadería, labranza y nuevos descubrimientos. También se ordenaba a Colón que saldara las deudas que todavía tuviera pendientes. Respecto al oro, las indicaciones eran prácticas: que se acuñara en excelentes de granada [moneda que se acuñaba en la época], como en estos Reinos; de ese modo se evitarían los fraudes».

Su descendencia. También por aquel entonces se hallaban en Burgos dos hijos de Cristóbal Colón, Diego y Hernando, que se estaban educando en la Corte como pajes del príncipe don Juan. Pero la relación de ambos vástagos con la Cabeza de Castilla sería aún más estrecha años después. En el caso de Diego, primogénito del almirante, dos años después de la muerte de éste. Así, entre 1507 y 1508 Diego Colón reclamó al rey Fernando los derechos que entendía le correspondía como heredero del descubridor. Durante aquella estancia, mantuvo una relación sentimental con la burgalesa Constanza Rosa (o Rosas, según las fuentes), con quien tendría un hijo, al que bautizarían con el nombre de Cristóbal, como su abuelo.

El otro hijo, Hernando,  no tuvo tantos intereses políticos; fue más bien un hombre de Letras. Llegó a tener probablemente la mejor biblioteca de su tiempo: 15.000 volúmenes. Hombre muy culto, emprendió una más que ambiciosa y ardua tarea: describir el Reino de Castilla. Y la empezó en 1517, pero en 1523 el Consejo Real le obligó a suspender el proyecto porque estaba reuniendo, gracias a variada información geográfica, demasiados datos que podían constituir un peligro. Durante aquellos años acumuló mucha información sobre Burgos y su provincia.