Desde el año de 1807 las tropas francesas, que en principio iban camino de Portugal, requirieron los alojamientos y abastecimientos necesarios por donde iban pasando. Era obligado prestar estos auxilios a todos los ejércitos que se encontraban de paso. Las ordenanzas militares de 1768 ya establecían que en el caso de tránsito de tropas éstas debían distribuirse, para su pernocta, entre el estado llano, y excepcionalmente en las casas de los dependientes de tribunales de rentas e hidalgos y en último lugar en la de los eclesiásticos. Sin embargo el Cabildo de la Catedral tenía privilegios especiales que le exoneraban de la admisión de militares en las casas de los canónigos, e incluso de dar alojamiento a las personas que componían las comitivas de los reyes.
Aún así estos privilegios se suspendían directamente cuando era necesario. Se había hecho ya en 1804, cuando Godoy, Príncipe de la Paz, había acantonado ciertas tropas en la ciudad. El Cabildo protestó en vano en esta ocasión, y tuvo que alojar a los soldados. Debemos decir que a mayor categoría del eclesiástico y de la casa que podía proporcionar le correspondía en igualdad un alto mando del ejército.
El 31 de marzo de 1807, los alcaldes de barrio de Burgos se dedicaron a inspeccionar, ante la estupefacción del cabildo, las cuadras de las que gozaban varios capitulares para proceder al alojamiento de las tropas de caballería.
El problema de la manutención y alojamiento de los ejércitos no era asunto baladí, y si encima se trataba de un ejército extraño y que se convertiría en invasor, la situación distaba mucho de ser llevadera, era mucho el dinero empleado y reclamado al Estado, aunque nunca se sabía cuándo se iba a cobrar. A esas alturas, el Cabildo se había quejado ya varias veces del poco decoro y respeto con el que se trataba al prelado y a su institución, a la que se forzaba a favorecer y prestar casas, dependencias y 200 camas del hospital de Barrantes para los soldados franceses enfermos. Desde el 31 de octubre el Cabildo, cediendo a la excepcional situación, había proporcionado todo lo necesario y todas las casas disponibles para alojar a los soldados franceses. El encargado y diputado por el Cabildo fue el canónigo Martín Ramírez de la Piscina que además podía hacer de intérprete. El arzobispo Manuel Cid y Monroy había cedido el uso del palacio arzobispal a los mariscales y generales franceses y el 7 de noviembre el Cabildo se preparaba para agasajar al general Junot, que con todo su ejército marchaba hacia Portugal. Por supuesto, no faltaban ni en el vecindario ni entre los miembros de la corporación capitular aquellos que veían con buenos ojos la llegada de los franceses, garantes de nuevas libertades y formas de pensar tan opuestas al absolutismo de los reyes españoles. Antonio Valdés franqueó su casa y alhajas voluntariamente, y el traductor fue el diplomático marqués de Manca, Manuel Delitala, que desde 1791 permanecía desterrado en Burgos por su enfrentamiento con Floridablanca. El mismo príncipe de la Paz, Godoy, enviaría una carta de felicitación a las instituciones burgalesas por la favorable acogida que dieron a los que aún se consideraba aliados. Pronto cambiarían las tornas y a partir de este momento y hasta el final de la guerra la situación se convertirá en un tira y afloja que el Cabildo sabrá aprovechar la mayoría de las veces para conseguir el favor de los generales franceses y evitar así el expolio y tropelías peores, no sin dejar de guardar siempre una carta bajo la manga. En un peligroso juego a dos bandas que no siempre salió bien.
Como nos cuenta el profesor Félix Castrillejo, el primer encontronazo de los burgaleses contra los franceses tuvo lugar el 13 de noviembre de 1807, el desabastecimiento de productos en la ciudad, que acaparaban los soldados, terminó en un tumulto y con el intendente refugiado en el palacio arzobispal que custodiaban soldados franceses. El 22 de noviembre de 1807 el marqués de la Granja, Tulio O´Neill, vuelve a pedir dinero pero esta vez para asistir a la tropa española, y el Cabildo responde que ya ha puesto todos los medios a su alcance y no tiene más, ya que no quedaba más remedio que asistir tanto a españoles como franceses. El 9 de febrero de 1808 el intendente de la ciudad, Bernardo López Mañas, pedía que un diputado del Cabildo asistiera al ayuntamiento para presenciar el reparto de los soldados del Tercer Ejército francés del general Moncey.
Que al Cabildo le interesaba y mucho, estar a bien con los generales franceses era un hecho, por eso el 12 de febrero, a petición del arzobispo Manuel Cid y Monroy, invita a comer al general Moncey, para agradecerle el favor que había hecho con el reparto de su tropa y no carga en exceso las casas de los capitulares, pese a que el intendente Bernardo López Mañas abogaba por la equidad en el reparto de soldados entre las casas de los burgaleses, y además el Cabildo intentó llegar a un acuerdo favorable con el factor de las provisiones, para evitar un embargo de granos para el consumo francés, que sin embargo no consiguió.
Una vez ocurridos los alzamientos del Dos de Mayo en Madrid, aunque como hemos visto, en Burgos ya había habido algaradas antes de esa fecha, el Cabildo recibe el 9 de mayo una carta del corregidor para que actúe de mediador con los vecinos de Burgos y se conviva en armonía con las tropas francesas. Ese mismo mes de mayo el canónigo, Martín Leonardo de la Varga, pedía que se adelantara la hora de los maitines para evitar coincidir en la puerta con los soldados franceses que insultaban y faltaban gravemente al respeto a los eclesiásticos. Esto se puso en conocimiento del general Jean Baptiste Bessières, que era quien estaba en la ciudad en esos momentos y finalmente no se cambió la hora.
El 30 de mayo de 1808, ante la gravedad de la situación, el Cabildo envía una carta con el nombramiento como diputados de Ramón María de Adurriaga y Tomás de la Peña, canónigos, para que vayan a Bayona a la Junta de Gobierno que iba a celebrarse el 15 de junio presidida por Murat, para definir el destino de España, puesto que Carlos IV ya había entregado su corona a Napoleón.
El 3 de junio el Cabildo, reunido en un capítulo extraordinario, decide obedecer al intendente y formar parte de las patrullas que desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche iban a recorrer la ciudad en turnos de dos horas, con franceses y españoles comandados por personas del pueblo sin distinción de clases, para garantizar la tranquilidad pública.
Hasta el 6 de junio de 1808 no se despacha el decreto real con el nombramiento de José Napoleón como rey de España, y el 8 de junio el mariscal Jean Baptista Bessières pide a los diputados del clero de Burgos que persuadan a los habitantes del campo y de otros lugares para que depongan las armas y se reciba a las tropas francesas con júbilo, para evitar el derramamiento de sangre. Igual que se había hecho en Palencia, donde el arzobispo Francisco Javier Almonacid (afrancesado convencido) acompañó en su entrada al general Lasalle, exhortando al pueblo a mantener la calma.
Llegado el 4 de noviembre de 1808 el Cabildo, y por supuesto la ciudad de Burgos, han soportado ya durante doce meses el alojamiento y manutención de innumerables tropas francesas, con unos gastos tan considerables como insoportables. En un intento de doblar la mano al ocupador y para sostener al ejército de España, el Cabildo, siempre bajo cuerda, ofrece a Fernando VII (que ya había estado en Burgos y marchado por Vitoria con la cabeza baja) 140.000 reales de donativo voluntario, e incluso las alhajas que se destinan al culto, porque las otras, las que no se usaban todos los días estaban escondidas o saqueadas. Y además, se ofrece el cabildo como voluntario para dirigir alguno de los hospitales militares, solicitando que Barrantes quedara exento; cosa que no logró, porque fue utilizado por las tropas francesas que llevaron hasta sus propios cirujanos, y fue empleado tanto para heridos de guerra como para enfermos de mal gálico.
El 4 de octubre de 1808 el intendente de Castilla la Vieja, Gregorio de la Cuesta, vuelve a pedir ayuda al cabildo para las tropas españolas que transitan por Burgos. Este mismo mes colabora el cabildo para vestir y armar a los jóvenes que se alistaban bajo la Junta de Armamento y Defensa contra los franceses. Y poco después, una vez pasada la batalla de Gamonal, el cabildo se reunía por primera vez el 12 de enero de 1809 para hacer frente al préstamo que pedía Francisco Cabarrús al Estado Eclesiástico y del que al cabildo correspondía afrontar 250.000 reales en frutos o dinero.
En este juego a dos bandas el cabildo hizo de custodio de numerosas alhajas y obras de arte de otras iglesias, que convertidas en cuarteles o arrasadas y quemadas lo perdían todo. El 19 de enero de 1809 el arcediano de Palenzuela, Nicolás Rodríguez Mier, pide que se guarde en depósito todo lo que se pueda de los conventos e iglesias para salvarlos de los incendios y profanaciones, y el cabildo así lo hará, con el fin de repartir los objetos de culto después donde fueran necesarios.
De la relación de tira y afloja del Cabildo con los mariscales y generales franceses nos deja la documentación varios ejemplos. Uno de los más conocidos y de los que ya trató Rodrigo Pérez Barredo en esta páginas al hablar sobre el cuadro de María Magdalena, conservado en la capilla de los Condestables, fue el interés que esta pintura despertó en el general D`Armagnac. Quién habiendo sido reemplazado en su nombramiento como gobernador de Castilla la Vieja decidió llevarse como regalo de despedida este cuadro, pensando que el Cabildo se lo daría agradecido puesto que había impedido a sus tropas saquear la catedral. Como el cabildo no podía negarse directamente dio una respuesta correcta y que no le comprometía: el 23 de enero de 1809 se trata el asunto en cabildo y acuerda que se responda al general que el cuadro pertenece al duque de Frías y por tanto no puede acceder a su demanda porque debe solicitárselo a él. El duque de Frías era Diego Fernández de Velasco y se encontraba de embajador en Paris. No sabemos si D`Armagnac se lo pidió, pero el cuadro se quedó felizmente en la catedral. Aunque este general se vio recompensado por José I, empeñado en la expoliación de cuadros de los conventos e iglesias para su museo Josefino, que le regaló cuatro pinturas aunque no de las mejores. Continuaremos en otro artículo con las relaciones del Cabildo y los generales franceses.