Su obra va más allá del puro concepto artístico o el deleite. Es una invitación a detenerse delante de cada cartel, un altavoz para los agricultores que batallan contra las multinacionales que apuestan por los transgénicos y un altavoz para quienes sean capaces de escuchar sus reivindicaciones.
Lo ha bautizado como WAM (World Agricole Museum -Museo Agrícola Mundial-) y trata de recrear una antigua sala colonial para invitar al visitante a reflexionar acerca del uso de la biotecnología en la alimentación. «No tengo un rechazo ni por la experimentación, ni por el avance científico, ni por las nuevas tecnologías», sostiene la autora, Asunción Molinos. «Siempre y cuando no se utilicen como forma de dominio económico y cultural, y se prueben realmente inocuas para la salud y el medio ambiente», puntualiza.
Su exposición informativa ha sido fruto de una investigación desarrollada durante cinco meses en Egipto. «Allí estudié el antiguo museo de agricultura de El Cairo y la presencia de trangénicos en países con una larga historia de sometimiento a poderes europeos», explica. Trabajo al que siguieron tres meses de producción con el respaldo de la Embajada de España en Cairo y una beca de movilidad de Matadero Madrid, y cuatro meses más para testar su relación con el publico en una sala de El Cairo.
Esfuerzo que se vio recompensado hace tan solo dos semanas, cuando Molinos recogió el premio de la bienal de Sharjah en su doceava edición. El jurado destacó tanto la calidad artística como la ejecución de la instalación. «Es un reconocimiento a una labor desarrollada en un contexto regional e internacional», sostuvo la autora, natural de Guzmán.
Concebido como un museo itinerante, la muestra ya ha sido expuesta en Egipto, Reino Unido y Emiratos Árabes. «En septiembre estará en el MUSAC de León», adelanta Molinos, quien invita a recorrer las cinco salas que componen su obra. «En la primera hay información sobre los transgénicos y los argumentos que ofrecen quienes los amparan, pero también hay información que desmantela ese razonamiento».
Sin embargo, no todos los textos tienen la misma visibilidad: «La versión de las multinacionales que apoyan esa tecnología es más grande que la de los ganaderos, investigadores u ONGs, cuya versión coloco en el suelo». Una jerarquía que se repite en todo el museo.
«Los transgénicos son la única solución al hambre mundial», parafrasea Molinos, repitiendo el concepto más reiterado para convencer a la población. Una idea que trata de desmontar en la segunda habitación con un poderoso razonamiento: «Desde los años 60, la producción de alimentos mundial es suficiente para dar de comer a un planeta y medio».
Aseveración tras la que el visitante se adentrará en otra sala con todas las puertas cerradas con letreros en los que se puede leer ‘Medio ambiente’, ‘Comercio’, ‘Salud’ o ‘Legislación’. «Simulan lo que se esconde, lo que se omite, lo que se calla». Solo la puerta ‘Propiedad intelectual’ está abierta para acceder a la cuarta habitación, donde la muestra se centra en la imposición de patentes.
La última habitación está colonizada por los bancos de semillas. «Principalmente el de Svalbard, que propone un nuevo modelo de acumulación financiado por los grandes jugadores de la biotecnología e instituciones como ‘Bill and Melinda Gates’», apunta.
Un jarro de agua fría para cerrar una exposición que ahonda en «las formas de desposesión -intelectual, cultural, de su tierra- a las que se están sometiendo a los campesinos y pequeños agricultores del mundo».