Tener que dejar al niño en casa por primera vez en siete años, venir sola desde Almería con una peluca roja con cuernos, ver cómo la mitad del grupo deserta, no poder sacar al 20% de la plantilla del ERTE, servir vino en mitad de una ola de calor, levantarte a las 6 de la mañana para conseguir sentarte en el punto del plano que marcaste la semana pasada, no poder ver la lluvia de perseidas en el cámping… Y qué. Después de una pandemia, de un confinamiento, de ver apagarse a los tuyos sin una despedida, de perder el curro, de cerrar la empresa… ¿Te vas a quejar por estar sentado? No llegarán a ejército, pero la moral de estos cinco batallones no puede estar más alta. A la altura de sus cuadros de mando.
«Vamos a pensar que en lugar de un festival estoy va a ser un evento de conciertos», apunta Ester desde un barrilete de la terraza de El Lagar de Isilla, antes a avisar que va a hablar bien de Sonorama Ribera. «Todos mis respetos para los organizadores, porque el foco va a estar puesto en ellos las próximas semanas. Se pone el foco mediático aquí y no en otras aglomeraciones de playas y pueblos. Por llevar la palabra festival está demonizado», continúa su alegato esta madrileña, que tiene cicerone arandino, Jaime Bartolomé, y que reconoce que parte de su cuadrilla se ha quedado sin poder venir por la falta del cámping. «Mejor esto que nada», apunta su amiga Elena. Sobre todo, si como esperan, es una especie de inmolación. Vienen a una batalla que ya saben de antemano que no les dará la victoria en la guerra pero que esperan sirva para «impulsar Sonorama al año que viene», apuntan. «Obviamente no es lo mismo pero vamos a divertirnos como podamos», avisan, armados con pistolas de agua.
A unos metros, cerrando la cocina de Casa Florencio, un veterano en mil batallas se muestra relajado pero con cierto temor a las mediodías. Rafael Miquel cree que se ha descargado sobre la hostelería la presión de miles de personas sin nada que hacer de 12 a 5 de la tarde. «Hemos contratado a una persona solo para que controle la puerta y deje pasar a la gente con reserva y a quienes entren a pedir a la barra», donde, por si no conocen la normativa de Castilla y León, no está permitido consumir de pie hasta el 30 de agosto (de momento). Aunque sí vendrán «las cuadrillas de siempre» se trabaja sin la presión de las ediciones de 2018 y 2019, cuando el tercer turno se sentaba a comer a las 6 de la tarde y se iba cenado para el recinto. Aunque tampoco se molesten en llamar, porque hasta el sábado los dos comedores, arriba y abajo, están completos. Miquel tiene aún al 20% de la plantilla en ERTE y aunque cree que con un festival en otras condiciones hubiera podido rescatarlos, entiende que ha ganado el sí para hacer lo que se va a hacer y que toda la ciudad está «tremendamente concienciada para hacerlo bien. Si no, la vamos a fastidiar», avisa.
Y de momento, lo están haciendo muy bien. Lo afirma Isabel, arandina y una de las primeras en llegar al recinto ferial ayer por la tarde con su marido, César. Les falta la niña, con 7 años recién cumplidos, que este año se ha quedado por primera vez sin Sonorama Baby. Pero ni un lloro. «Como los niños han llevado tan bien la pandemia, lo ha entendido perfectamente», apunta. Más pena les ha dado a los padres ir camino del ferial sin la compañía de esa romería de gente joven que daba un ambiente tan especial a Aranda. «Me ha dado una pena tremenda encontrarme una ciudad desierta y triste», reconoce.
Solos están, en mitad de la Plaza del Trigo, que ha quedado como lugar de peregrinación, Jordi y un amigo. Otros dos decidieron revender el bono y quedarse en Logroño. Pasado el «chasco» inicial de conocer que iban a estar sentados, el festival no va tan mal. «Era más pesimista. Para ser jueves, por la Plaza Mayor algo de ambiente se veía», aunque todo puede ir a mejor y esperan mejorar hoy, con un lechazo, y mañana con Vetusta Morla.
También los arandinos echan de menos el ambientazo del centro, sello característico del festival. «Este año va a cambiar todo pero también somos afortunados por poder vivirlo», recalca desde la ventana de El Majuelo, la gastroneta de la zona vip del recinto en la que se ofrecen vinos de la DO Ribera del Duero y tapas maridadas. Para este periodista y sumiller que arrancó la winetruck en febrero del año pasado - «¡vaya ojo, eh!»- y que espera «no morir asfixiado» en ella, mientras sus vinos disfrutan de la cava.
En el otro extremo de la ola, de subidón tremendo, está Mara. Una almeriense que destaca en las primeras filas con peluca roja y abanico. «Sonorama está que arde, este es mi sitio», bromea con el desparpajo sureño de una mujer que decidió durante el confinamiento que iba a disfrutar. «Es un sueño cumplido», exclama, pese a que sabe que tendrá un poco más difícil conocer a gente, ella que llega sola, al estar sentada, y a que le fue complicado encontrar alojamiento. «Lo reservé en junio y me costó bastante trabajo. Me he tenido que ir a Fuentespina a una casa, porque en Aranda imposible», recalca.
Y como en cualquier gran evento, no puede faltar el testimonio de la primera persona en la cola. Se llama Amelia y viene de Gran Canaria a su primer Sonorama. 23 ediciones tarde, aunque lo suyo es llegar pronto. A las 7 de la mañana estaba con sus amigos en taquilla para canjear las entradas y desde las tres de la tarde, en la fila para acceder al recinto con el objetivo de que no les quitaran los sitios que habían marcado en el plano. «Muchas horas de estudio de la estrategia», ironiza la tropa. Muchas más en los cuarteles del mando de estos cinco batallones de «militantes culturales», como los definió en el arranque del festival Cala Vento.
La batalla está servida. El calor amaina. Truena música. Llueve Ribera. Ahora ya solo queda:
Que llegue la noche
Y se caiga el cielo
Y se quede medio tendido
Encendido
Que empiece la noche
Y se nos quite el miedo