Cuando llegó a París aún no había cumplido la mayoría de edad: tenía los sueños intactos, hambre de gloria y una exultante luz de vida en la mirada. Resultaba imposible que no le marcara aquella experiencia para quien ya fantaseaba con dedicarse a pintar un día; habitar una ciudad tan bella, cuna de la bohemia, cantera de genios, sólo podía quedársele muy adentro, en lo más profundo del alma: exactamente en el centro de su corazón. París, Francia. «Me cambió la vida. Soñé con ser alguien, quizás el último impresionista», confesó en cierta ocasión, cuando ya transitaba hacia el crepúsculo de sus días; cuando, ya sentado al borde de sí mismo, se dedicó a contemplar cuanto había a su alrededor, cuanto había ganado y perdido en una sola mano, tahúr de tantas cosas. Como siempre fue un tipo fieramente humano, posiblemente consciente ya entonces de estar eternamente condenado a galeras de sí mismo, se llenó de París, de esa Francia capital de la belleza y del mundo y de la luz y del amor, acaso como anticipo de lo que le sucedería un día, cuando caería rendidamente enamorado de una francesa, como no podía suceder de otra manera tratándose de Monique Dechambre, quizás la mujer más elegante, inteligente y hermosa que conoció en su vida, y eso es decir mucho tratándose de Ignacio del Río.
Precisamente ha sido ella y el hijo de ambos, Adriano, en colaboración con Ignacio, el hijo mayor del artista (que es galerista en Málaga desde hace años), quienes han impulsado el hermoso homenaje que, casi al borde de los diez años de la muerte del irrepetible pintor burgalés, le va a tributar el país vecino, con quien tanto quiso Ignacio. Las localidades de Morcenx, en octubre, y Pessac (con la que está hermanada la Cabeza de Castilla), en noviembre, van a acoger sendas retrospectivas del artista burgalés, que no se puede entender sin Francia, donde encontró su primer paraíso empezando por la Ciudad de la Luz: el Barrio Latino, Saint Michael, el Trocadero, el Louvre, las riberas del Sena, Montmartre; donde, ávido de todo, ansió ser alguien, intentar comprender el misterio del arte, que no es otra cosa que el enigma de la vida. También allí se empapó de quienes tanto habrían de influirle para los restos: Picasso, Miró, Cocteau, Fernan Léger, Giacometti, Kline, Kandinsky... Todos le deslumbraron, incluido el universal artista malagueño, a quien trató y retrató. «Era el Rey Midas», diría Ignacio muchos años después sobre el autor de El Guernica.
Bajo el comisionado de Carmen Cortés, la primera muestra, 'Itinerrance', está compuesta por 23 obras de distintos formatos y estilos, con predominio de dibujos y con temáticas ignacianas: sensualidad, marinas, paisajes eminentemente castellanos... Será inaugurada en Morcenx el 2 de octubre y podrá visitarse, en las tres sedes en las que se exhibirán las obras (la Mediateca, la Oficina de Turismo, y el Espacio Coworking de la villa) hasta el 19 del mismo mes. Entre el 5 y el 23 de noviembre, la Mediateca Jacques Ellul de Pessac (cuyos lazos de hermandad con Burgos se remontan a 1986) acogerá la segunda exposición, Une existence a la lumiere de la flamme, que mostrará catorce pinturas del inolvidable artista burgalés, compendio de sus diferentes épocas y estilos. «Ignacio del Río fue un caso muy particular dentro de los movimientos pictóricos españoles, la mayor parte informalistas, que rompieron a partir de los años 50, momento en el que la carrera de del Río comenzó», explica Cortés, comisaria de ambas muestras. «Entre sus obras, encontramos retratos clásicos que quiso estuvieran en los márgenes del academicismo, figuración postimpresionista, expresionismo satírico y expresionismo tintado de onirismo, abstracción lírica y abstracción geométrica. No es raro encontrar en sus obras diversas tendencias expresivas reunidas según combinaciones que causan extrañeza, siempre magistrales, muy originales. Podemos encontrar en ellas ecos de Goya, de Velázquez, de Kandinsky, de Milton Avery, de Emil Nolde, de Nicolas De Staël, de Marquet, de los impresionistas y de los fauves, entre otros, pero su estilo o, más bien, sus estilos son absolutamente personales. Con su obra, demostró ser un gran conocedor de la historia del arte, poseer un fuerte espíritu crítico y una enorme capacidad para crear y amalgamar influencias, formas y técnicas», subraya.
‘Marina IV’ (óleo sobre lienzo), de Ignacio del Río. - Foto: de la fotografía IGNACIO DEL RÍO jrUn país en el corazón. Acogido por la familia Sinkimne, que le dejó un cuarto y una buhardilla en la que poder pintar, Ignacio del Río siempre admitió la enorme influencia que en su obra supuso residir en París. «Me sentí libre, sin ataduras, dispuesto a aprenderlo todo. Todo lo que veía se me clavaba muy adentro. No hice otra cosa que aprender y estudiar y lo que pinté fue lo que quise pintar, no lo que sabía que podía gustar allí o aquí, en Burgos», explicaba el genial artista
Nunca interrumpió Ignacio su relación con Francia (aunque frecuentara otras latitudes, de Grecia al Caribe): tras aquella inolvidable y radical experiencia se pasó años yendo y viniendo. Ganaba un dinerillo en Burgos, vendiendo obras en el Rhin y en el Pinedo, y regresaba a París, donde siempre llevó vida de bohemio, sin un real, sobreviviendo a duras penas, con suerte las más de las veces a costa de hacer retratos de saldo a conocidos o a turistas que visitaban Montmartre, o de la limosna compasiva que alguien le dejaba cuando pintaba con tizas sobre el suelo del Barrio Latino, rezando el pintor burgalés para que no lloviera y el agua borrara su obra.Metáfora de la vida tanta obra efímera... «En París creí que viviría para siempre», subrayó en una de las últimas entrevistas que se le hizo antes de que el tiempo le deshiciera su autorretrato del natural.
En el cuarto que ocupó en la Rue des Escoles, a la manera de un Matisse o de un Van Gogh, esa Francia lo fue todo para Ignacio; decidió su destino. «¡París era la hostia!», reflexionaba cuando evocaba aquel pasaje de su intensa y atribulada biografía, cuando se veía como un joven aprendiz de pintor espigado y guaperas, con aire de galán de cine, decidido a conquistar la Ciudad de la Luz. Lo hizo a su manera: no dejó de conocer y reconocer ni un solo rincón de aquella urbe que siempre tuvo por mágica, empezando por el Louvre, adonde iba a menudo a encontrarse con la Victoria de Samocracia, con la Venus de Milo, con la Gioconda y siguiendo por el Museo de Arte Contemporáneo y por sus calles, sus gentes... «Era deslumbrante. Allí estaba todo. Era la capital del mundo».
Va a volver Ignacio del Río a su Francia querida, de donde nunca se fue ni se irá jamás porque allí siguen París, Burdeos, Lyon, Toulouse; sigue Adriano, sigue Monique, siguen las playas interminables de Las Landas que estampó en tantos lienzos; sigue su memoria y su huella indeleble, que ni siquiera la lluvia del tiempo ha podido ni podrá borrar.