Washington Irving

Antonio Pérez Henares
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El primer hispanista (I)

El estadounidense llegó a fijar su residencia en Madrid y después en Andalucía. - Foto: John Wesley Jarvis

Si un día hubiéramos de elegir en la cada vez más numerosa nómina de anglosajones que, desde el siglo XIX hasta hoy en el XXI, se dedican a viajarnos, escribirnos  y  contarnos nuestra propia historia, por lo general (para mal) yo no votaría por ningún inglés. Menos aún por el anterior personaje que les traje a estas páginas y que se nos pasó de bando, Blanco White, pues nació español. Votaría, sin dudarlo, por un norteamericano, por este Washington Irving que pudiera también exigir el título de que el primer hispanista fue él.

Al leerlo uno acaba muy pronto por percibir que nos quiso, a España y a los españoles, como éramos y somos. No fue la suya, aunque no dejaba de percibir las tachas, los problemas y los atrasos, una mirada en absoluto de soberbia ni de superioridad. ¡Qué va! Lo era y flota sobre todas sus obras la fascinación, el respeto y el intentar penetrar en el misterio, en el embrujo de una historia a la que admiraba, de un pueblo que le sorprendía y de un arte, unos monumentos y unos parajes que le atrapaban los sentidos y le desbocaban la imaginación.

Y cómo no iba a ocurrir esto, si tuvo la inmensa fortuna de vivir y disfrutar, nada menos, como vivienda la Alhambra de Granada, en donde tuvo casa y allí habitó durante varios años. De aquella estancia saldría el libro que más famoso le ha hecho aquí, Cuentos de la Alhambra, y que tanto ha significado para darla a conocer en EEUU. Y en el mundo entero, también.

Pero Irving es algo más que esa obra y, aunque en ello nos detendremos en la segunda entrega del personaje, descubriremos también al gran viajero, historiador y literato.

Washington fue el último de los 11 hijos de un marino escocés que, tras servir de joven en la Real Armada Británica como suboficial, se estableció como comerciante en la isla de Manhattan en Nueva York, donde no le fue mal. De los 11 vástagos, ocho salieron adelante y al último que vino al mundo, en 1793, le puso como nombre el apellido del líder de la independencia norteamericana. Lo hizo como un homenaje, pues compartía sus anhelos de crear aquella nueva patria que, precisamente en aquel mismo año y tan solo unos días antes, con la derrota de las tropas inglesas, acababa de nacer. La relación de la familia con el primer presidente de Estados Unidos fue una constante y el niño conoció a George Washington a los seis años de edad. Como escritor consagrado y ya en su madurez publicaría una biografía de él.

El comercio y los negocios era a lo que parecía estar predestinado, pero desde un principio ya se vio que no. De muy joven le dio por   leer libros de aventuras, como Robinson Crusoe, y ponerse a escribir, con seudónimo, relatos en los periódicos donde hasta se ganaba alguna perrilla. Su padre y sus hermanos querían que estudiase leyes y fuese abogado. No le gustaba mucho y, en cualquier caso y desde muy pronto, su familia le apoyó siempre en sus sueños y carrera como escritor. Le ayudaron también a descubrir algo más, y era lo mucho que le gustaba viajar y la buena maña que se daba para trabar relaciones, amistades, caer bien y quedar mejor en todo tipo de reuniones y encuentros, tanto con gentes humildes como del más alto nivel, nobleza y realeza incluidas. Sus hermanos mayores le costearon una primera y larga travesía por Europa, en el año 1804, y se quedó hasta 1806. Se adaptó muy bien y quizás él mismo explicó el por qué: «Me esfuerzo por llevar las cosas como vienen con alegría y cuando no puedo tener una cena a mi gusto, me esfuerzo por tener gusto para adaptar mi cena».

Llegó a Inglaterra y posteriormente partió para Francia e Italia. Napoleón estaba por aquel entonces en el apogeo de su gloria (acababa de ser proclamado Emperador) y hasta compartió camino con soldados galos que se dirigían a Castiglione para celebrar también la proclamación del corso como rey de Lombardía. Pero en su periplo, Irving también se topó, en el golfo de Mesina, con la flota inglesa, que lideraba el almirante Nelson. Tras andar por Roma, Bolonia, Parma y Milán, se volvió a Londres y, desde allí, a Nueva York.

Agradecido, se dispuso a cumplir el deseo familiar y estudió Derecho y, con no pocos apuros, logró aprobar el examen del colegio de abogados. Pero su vocación literaria emergió ya con fuerza y también con éxito, pues a poco sus escritos comenzaron a hacerse famosos. Él también logró labrarse una reputación. En 1809 ya era miembro de la Sociedad Histórica de Nueva York que traspasaba ya los límites de su ciudad, a la que fue él quien apodó, (¡qué cosas!) Gotham, aunque entonces no había nacido Batman aún. Bajo el seudónimo de Diedrich Knickerbocker publicó Una historia de Nueva York desde el principio del mundo hasta el final de la dinastía neerlandesa, que tuvo una gran acogida de público y crítica, convirtiéndose en un verdadero fenómeno. El éxito literario y el reconocimiento a su obra no le abandonaría ya. Fue siempre un autor celebrado y querido. La vida le sonreía, pero entonces sufrió un enorme mazazo: la muerte de su prometida, de tan solo 17 años, Matilda Hoffman, de la que estaba profundamente enamorado. Permaneció soltero de por vida.

Su vuelta a Europa, ya convertido en un referente, tuvo lugar tras la, para muchos, desconocida y nueva guerra de 1812-1814 entre EEUU e Inglaterra, donde esta vez los americanos no salieron tan bien parados. Económicamente les afectó mucho, los negocios de los Irving se hundieron y decidieron enviarlo a Inglaterra a ver si podía hacer algo. Lo intentó, pero finalmente tuvo que declararse en bancarrota. Él decidió quedarse y seguir escribiendo como forma de ganarse la vida. Durante 17 años no volvería a su país natal. Un gran autor, con quien estableció la mejor y más duradera amistad, le ayudó. Se llamaba Walter Scott. El padre de la novela histórica inglesa. ¿O es que no han leído ni visto Ivanhoe? Por entonces fue cuando Irving alumbró una de sus obras más importantes, El libro de los bosquejos. Su reputación se disparó y alcanzó el reconocimiento no solo en Estados Unidos sino también en Europa. Fue agasajado tanto en Gran Bretaña, como en Francia, Holanda o Alemania. Y no tardaría ya en venir a España. ?

En Londres, en la tertulia literaria de Lord Holland, (factótum de los intereses ingleses en la Península Ibérica) había conocido a su protegido José María Blanco White y, en cuanto tuvo la ocasión, que le vino de la mano del embajador de EEUU en Madrid, se vino hacia aquí. A Irving, al contrario que al propio Blanco White, España le gustó.

 Desde su llegada, los periplos por toda la geografía nacional serían constantes, atravesando primero la frontera por Bayona, pasando por Vitoria, Miranda de Ebro, Burgos, Aranda de Duero, hasta fijar residencia en Madrid y posteriormente por toda Andalucía. Agregado a la embajada norteamericana, tuvo un encargo de traducir documentos relativos a Cristóbal Colón, y, en vez de limitarse a ello, comenzó a trabajar en una gran obra, que le llevaría años sobre el personaje. Tuvo un inmenso impacto en Estados Unidos y convirtió al Descubridor en todo un símbolo. La obra, en cuatro volúmenes, no solo se publicó en inglés sino que también se tradujo e imprimió después en español.

 Su interés por el país no había hecho sino comenzar. Tras haber recorrido en varias ocasiones el Museo del Prado, visitado con calma Toledo, El Escorial y cuantos lugares de interés cultural y ciudades con recorrido monumental e histórico, emprendió un viaje hacia Andalucía. Y el embrujo fue aún mayor. Fueron muchos los lugares que conoció. Atravesó Sierra Morena y bajó por Andújar hasta Almodóvar y Córdoba. También llegó a Alcalá la Real y, antes de concluir su travesía en Gibraltar, puso pie en Málaga y en Granada, que desde el primer momento le fascinó. Decidió instalarse en Sevilla y allí se reunió con su amigo pintor David Wilkie. Todo lo querían ver y de todo aprender: Palacios, murallas, iglesias, conventos, obras de arte, los reales alcázares, la catedral y la Giralda, la Torre del Oro, el Monasterio de la Cartuja... aunque también las ferias y los barrios populares fueron objeto de su atención.

 Sin embargo, era la epopeya americana lo que seguía suscitando su mayor interés. Así que preparó un exhaustivo periplo que le llevaría por los más destacados lugares colombinos, como Moguer, Palos de la Frontera o La Rabida, que recorrió con suma atención. Precisamente en Moguer se encontró con un descendiente de los Pinzón, Juan Hernández-Pinzón, quien le invitó a hospedarse en su casa y hasta le prestó un libro sobre la peripecia y hazañas de sus antepasados. Cuando volvió a Sevilla ya tenía otro título que escribir. Y lo hizo. Lo llamó Viajes y descubrimientos de los compañeros de Colón. Amén de ello dejó también plasmada su experiencia en un diario del viaje y en su texto Una visita a Palos. Enterado de que en su país natal se estaba preparando una edición pirata de su obra sobre el Descubridor se lanzó a una febril actividad. Tras trabajar sin descanso y poder consultar el Archivo General de Indias y la Biblioteca Colombina (creada por el hijo del Almirante, Hernando Colón), pudo adelantarse y dar a luz, impresa en Nueva York, a una nueva obra, corregida y abreviada, que salió bajo el  título La vida y viajes de Cristóbal Colón por Washington Irving (abreviada por él mismo) con la que despejar toda duda. La Academia Española de la Historia se lo supo agradecer, nombrándole aquel mismo año académico honorario de la institución.

Pero él tenía una cita en Granada con la Alhambra a la que no podía faltar. Se la contaré, al estilo de los periódicos de aquel tiempo y como solía hacer él, en la próxima entrega.