La tranquilidad en Miranda desaparece de alguna manera los jueves a partir de las 20 horas. Desde hace más de dos décadas, hay una tradición que rompe la monotonía semanal y agranda un poco el fin de semana. El pincho pote posibilita que la hostelería disfrute de un pico importante de trabajo, mientras que los clientes ven cómo crece el ambiente y las calle se llenan de vida. En esta fiesta, parece que todo el mundo gana, en una jornada en la que nadie quiere quedarse en casa, porque además, es una iniciativa de esas aptas para todos los públicos, desde los abuelos a los nietos.
La fórmula está clara. Los negocios ofrecen un pincho, más o menos elaborado, a pagar como un suplemento junto a la bebida. Los que más gente arrastran venden hasta 400 pequeñas tapas en unas pocas horas. La cifra se logra en especial en los meses con buen tiempo y cuando los universitarios regresan, pero «en realidad hay ambiente todos los jueves», afirman en el grupo de Marta, Beatriz, Montse, Lorena y Julio, quienes agradecen la «vidilla» que gana la ciudad pese a tratarse de un día laborable, porque al día siguiente el despertador suena. «Hace muchos años que salimos y en algunos días, si se puede, nos hemos pasado a la madrugada», reconocen entre risas estos amigos. Alargar la noche o acortarla depende de «si están los niños o no», aunque también «del turno que tengamos».
Eso demuestra que planes en el pincho pote hay muchos, porque también hay quienes se lo toman de una manera más moderada. «Siempre que podemos por trabajo salimos y solemos ir a cuatro bares, que también hay que cuidarse», confiesan Iván, Unai y Verónica, quienes reconocen que no siempre guardan fidelidad, ya que «solemos cambiar, porque la mayoría de los pinchos suelen estar buenos».
Mientras, en una mesa de una terraza del Plan B, tres jóvenes, Ángela, Paula y Ainhoa, afrontan la tradición de manera dispar. Una es de las fijas pero Ángela y Ainhoa asumen que «los días que después es festivo resulta más viable, pero se agradece mucho el ambiente que da a la ciudad». Paula admite que «soy de las que me lío», pero todas remarcan lo que se vive en Miranda «un día normal a lo que pasa los jueves».
La visión se tiene en cualquier edad. También hay jubilados como Javier, Benito, Lola y Henar, quienes recuerdan los orígenes. La hija de Javier fue una de las hosteleras que lo puso en marcha «y luego se extendió». «Cuando empezó era alucinante», afirman, pero ensalzan que aún «hay bares que todos los días están llenos». Para ellos, el pincho o qué beber pasa a un segundo plano, porque «es una forma de juntarnos con los amigos».
La parte negocio. En los bares también reconocen la importancia de esta actividad. «En Miranda la gente siempre sale de pincho pote, aunque haga frío o llueva», explica Sofía Eguíluz en el Plan B, quien indica que «tengo desde jubilados hasta familias o gente joven y los universitarios también se notan». Otro de los locales de referencia es el Vintage, donde Joana Martínez admite que «trabajamos bastante bien». De hecho, sobre la cifra que vende apunta que «lo calculamos por cajas», en un momento de mucho trabajo, en el que además todo pasa muy rápido.
Muy cerca de este local, en el Amor Nunca Muere, Cristian López detalla que todo se ha estabilizado, pero «se nota que se anima la cosa y siempre hay más actividad que los lunes, martes y miércoles». Ese incremento se percibe en la venta de pinchos, pero también por la noche. Uno de los establecimientos en los que se alarga es La Madre, donde DanielNunes indica que «en verano por ejemplo la fiesta después del pincho pote está muy bien, porque la gente joven está de vacaciones y para nosotros a nivel económico es una inyección», aunque remarca que al final lo importante está en que el pastel se reparta «en el mayor número de bares posibles».