Su anonimato -nuestro protagonista firma con pseudónimo- no tiene pinta alguna de ser una cuestión mercadotécnica. Más al contrario, parece estar relacionada con una humanísima pulsión: le gusta vivir tranquilo, ajeno al ruido que inevitablemente se produce cuando el éxito llama a la puerta, que es lo que le ha sucedido a Lorenzo G. Acebedo, cuya primera novela publicada, La taberna de Silos (Tusquets Editores), ha sido indiscutiblemente una de las grandes sorpresas literarias del año. No en vano, constituyó un bombazo desde el momento en el que ocupó los anaqueles de las librerías: cuando hay calidad, cuando una obra es buena, no se hace necesaria una fuerte campaña publicitaria, ya que el buen lector posee olfato. Y lo demás es cosa del boca a boca. Va por la sexta edición. Y se publicó en mayo. La taberna de Silos es un artefacto poderosísimo y deslumbrante: en plena saturación de obras adscritas al género negro, he aquí un thriller medieval de alto voltaje y muchísimos quilates literarios. Porque además de que la historia es de todo punto original, está maravillosa, primorosamente escrita, transida de un humor que nace del propio dominio del idioma del que hace gala su autor, acaso como homenaje al protagonista de su obra, que es Gonzalo de Berceo, poeta, copista y exponente máximo del Mester de Clerecía.
Aunque alejado del mundanal ruido, ovillado sobre sí mismo, estrictamente vestido de incógnito, su enigmático autor -que abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer- no elude ser entrevistado -si bien a distancia y desde la invisibilidad-. En charla epistolar con este periódico, explica Acebedo que escogió como protagonista para su novela a Gonzalo de Berceo porque admira «su gusto por observar los pecados de los pobres hombres, y la concepción de la escritura como una labor artesana: necesaria y hasta sagrada si se quiere ver así, como cualquier labor humana, pero dura y tediosa también. Me conmueve verlo sudar para cuadrar sus vías como si fuera un campesino volcándose sobre el arado». Ha escrito Acebedo una novela audaz y libérrima, colmada de humor, sarcasmo e ironía, lo que revela que su experiencia de diez años en un monasterio tuvo que ser radical. «No se puede retirar uno del siglo sin vivir una experiencia radical. Los monjes están en el mismo orden de los montañeros, los cosmonautas, los mercenarios o los vagabundos; de todos los que, sin darse cuenta, huyen de lo que van buscando. Con la diferencia de que un monasterio no es una estación polar o espacial ni la cima de un ochomil: ahí te topas sí o sí con el circo del mundo, pero en migajas que siempre se devoran con obsesión. Hasta que te das cuenta de que Alien te persigue por los pasillos», confiesa.
Quien es capaz de predicar la pobreza desde un palacio, la humildad con el cetro y la paz con la espada, sin que a nadie le chirríe, se merece el poder que tiene»
Si el hábito no hace al monje, en su caso tampoco lo hizo al escritor, explica el autor de La taberna de Silos. «El hábito tiene su importancia, ayuda siempre a poner la voz de entendido, necesaria para que alguien se pare a escuchar, sin que se note la impostura. Ya había escrito novelas, pero esta es la primera que publico. Y no es el único Berceo que tengo en el cajón». Cree Acabedo que ese mundo que habitó durante una década no es muy diferente al que vivió Gonzalo de Berceo, que ese microcosmos no ha variado en demasía en estos siglos. «Con la Iglesia católica y el mundo civil sucede algo parecido a lo de Aquiles y la tortuga en la paradoja de Zenón. La Iglesia es la tortuga. Y el mundo civil es Aquiles, que da la vuelta a la pista, mirando hacia atrás de vez en cuando, sin ver a nadie, hasta que enfila la meta y ve que la tortuga ya está allí. Sigue ahí, en realidad, sin moverse apenas desde el disparo de salida, atrapa el primer premio y se lo lleva, muy despacio».
La Edad Media no ha dejado de ser una época misteriosa y fascinante, filón inagotable de novelas históricas. Sin embargo, La taberna de Silos es una novela negra negrísima. «Será por mi forma de ver las cosas: una novela no deja de ser una maqueta a escala del mundo, con todo más ordenadito y a la vista. Y hay quien cree que lo definitivo para solucionar los problemas sociales es cazar a los demonios y entronizar a los ángeles, pero eso es una tontería. Hay sistemas corruptos que tienden a perpetuarse contra viento y marea, y que nos enredan con sus adulaciones y sus promesas de felicidad individual. Siempre que leo algo sobre la Edad Media me digo: '¡Mira!, ¡como ahora!'. Tengo la sensación de que la estamos repitiendo, cada año un poco más».
No en vano, Acebedo retrata muy bien el poder político y económico de la Iglesia, cuestión que tampoco ha cambiado en este tiempo. «Hay que reconocer que quien es capaz de predicar la pobreza desde un palacio, la humildad con el cetro y la paz con la espada, sin que a casi nadie le chirríe la cosa, indudablemente se merece el poder que tiene. Y no estoy hablando solo de la Iglesia, claro».
¡Viva el vino! Destila la escritura de esta espléndida novela un fabuloso dominio del lenguaje, de donde emana un maravilloso sentido del humor. Es un escritorazo, Acebedo. Y un apasionado del vino, que es otro de los grandes personajes de su novela. Lo confiesa sin pudor alguno: «Sí, el vino me apasiona, a veces más de lo que debería». También admite que ese caldo de dioses marida espléndidamente con la literatura. «Hay muy pocas cosas con las que no maride un buen vino. Con la literatura pasa lo mismo. Un vaso de vino puede hacerte entrar con ánimo a cualquier ficción y afinar la prosa. Y si ya uno se pone a escribir después de dar cuenta de una botella, la cosa fluye deliciosamente, las descripciones hacen aparecer los escenarios y los objetos como por obra de magia, los diálogos retratan a los personajes penetrando en su alma como cuchillos en la mantequilla... Lo malo es al día siguiente, cuando te das cuenta de que la página está llena de tonterías y que hay que tirarla a la basura», apostilla con humor.
Aunque sea riojano, no le hace ascos a ningún vino, menos aún a un Ribera del Duero. «La primera vez que probé un vino de verdadera calidad fue a morro. La botella me la pasó una jarrera en la plaza de la Paz, en Haro, en las fiestas de San Pedro. Bebí un trago corto para probarlo, y después otro más largo. Tuve que pasarle la botella al siguiente con dolor. Mientras el cuerpo se me iba rearmando por dentro, se me apareció la Virgen, como a Berceo. Son experiencias que marcan. Pero confieso que desde entonces nunca le he hecho un feo a un buen vino de donde sea».
Siempre que leo algo sobre la Edad Media me digo: '¡Mira! ¡Como ahora!' Siento que la estamos repitiendo»
La novela arranca en La Rioja, pero la mayor parte del libro se desarrolla en la provincia de Burgos, especialmente en Silos, en su maravilloso monasterio benedictino, adonde encamina sus pasos Gonzalo de Berceo con una misión (o varias). «Silos es un símbolo literario, claro. Y el viaje hacia allá encaja bien en la vida y en la obra de Berceo. Y luego están los primeros capiteles, reflejo del delirio negro de los monjes, tan adecuado para una novela así».
Confiesa Lorenzo G. Acebedo que está viviendo el exitazo que ha tenido su novela «un poco como si me hubiese tocado la lotería, con el añadido de no tener que invitar a los amigos, que ni se han enterado». Se confiesa el escritor muy celoso de su intimidad, y ni por todo el oro del mundo dejaría que la fama de perezoso que tiene entre sus amigos y vecinos se echara a perder con la noticia de que ha escrito una novela. Tampoco quisiera, por nada del mundo, que se enteraran otros de quién es ni dónde vive. Su anonimato no es una estratagema comercial a la manera de los Carmen Mola. «Para mí es un poco más complicado revelarlo, me parece. Ha pasado algún tiempo y puede que sean simples imaginaciones mías, pero hay un abad al que preferiría que no le llegara información de mi paradero».
Amén. Y salud.