Resuelta a empezar de nuevo, a coser sus heridas internas, ávida de libertad, llena de vida y de sí misma, María Teresa León inauguró la década de los años 30 en Madrid. Atrás quedaba Burgos, aquella ciudad de Catedral, Espolón, bailes de sociedad, sables, cerrado y sacristía que había encorsetado su alma pero en la que había sabido dar forma a su espíritu forjando un carácter independiente, una voluntad llena de determinación, valor y audacia; donde había aprendido a soñar para cumplir punto por punto sus sueños. Allí, en la capital de España, frecuentó los ambientes culturales, que estaban en plena efervescencia: aquella década asistió a la eclosión de una edad de plata que pronto amputaría, de forma drástica y terrible, la Guerra Civil. En casa de una amiga, durante una velada literaria, conoció al que sería su compañero de vida en adelante y hasta su muerte: el poeta Rafael Alberti. En La arboleda perdida, libro de memorias del gran vate gaditano, recoge así la conmoción que padeció tras aquel primer encuentro que cambiaría la vida de ambos para siempre: «Surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada, como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho».
También ella dejaría anotado en su más íntimo diario, Memoria de la melancolía, obra esencial del exilio y cima literaria de la escritora burgalesa, aquel instante, que duró lo que un lento deambular por el mirador arbolado y tan bello de la calle Pintor Rosales, entre puestos de horchata, templetes y vistas a la sierra -«En aquel paseo se había decidido mi vida. ¿Por qué paseamos juntos, nada más conocernos, bajo la noche dulce, propicia a los amantes?»-.Aquel moroso y dulce caminar -«siguen hablándose con calma, sacudiéndose los minutos de los hombros para no sentir que van pasando.Son dos siluetas bajo las acacias del paseo donde no hay nadie, nadie, nadie.No recuerda bien si comenzó la luz del día y entonces se miraron trasnochados y resplandecientes antes de separarse»- terminó durando toda su vida.
Rota por dentro -escribió que, tras su frustrado matrimonio, se sentía agotada, con el alma arañada, hecha jirones y llena de lágrimas; con dolor de córneas e incapaz de seguir mirando a gentes que no le interesaban- lo cierto es que sus ojos «se detuvieron en los del muchacho». El amor inundó a ambos. Y nada volvió a ser lo mismo. Tras obtener el divorcio, se casó por lo civil con el autor de Sobre los ángeles. Y también consagraron su unión con la pasión por la literatura y un compromiso político que los acabaría despojando de su paraíso, expulsando a un interminable y agotador exilio. El mismo año de su boda fundaron la revista Octubre, órgano de expresión de escritores revolucionarios. En ella, León publicó artículos y una obra de teatro, Huelga en el puerto. Además, editó su tercer libro, Rosa-Fría, patinadora de la luna.
A María Teresa León le sorprendió la sublevación militar de julio de 1936 en Ibiza, durante una escapada romántica con Rafael. Fue en aquel viaje, y no años después, como se asegura en muchas ocasiones, cuando desde la embarcación que los trasladaba a la 'isla blanca' contemplaron la belleza -quedándoseles muy adentro- de la sierra alicantina de Aitana, nombre con el que bautizarían años después a la inesperada hija de ambos, que irrumpió en su vida como un regalo, con el ímpetu de la esperanza.Evocando aquel pasaje, escribió León en Memoria de la melancolía: «Ese año, 1936, elegimos Ibiza por casualidad.Nuestro primer proyecto era ir a Galicia, pero el tren descarriló unos días antes yRafael, como buen andaluz, decidió viajar en sentido opuesto. Tal vez esto influyó para llamar Aitana a la niña que nos traía la esperanza».
Durante los tres años de la contienda que desangró España, la intelectual burgalesa participó activamente en cuantas iniciativas sociales y culturales surgieron para tratar, en vano, de detener el avance del fascismo. Aquí el currículum es tan extenso que harían falta varios periódicos para recogerlo en su justa medida: de regreso a Madrid, fue la secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas; fue subdirectora del Consejo Central del Teatro, con el que recorrió los frentes de batalla en su afán de animación cultural; participó activamente en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en el año 1937 en Valencia y Madrid; cofundó El Mono Azul, otra revista en la que volcó su preocupación por la salvaguarda del patrimonio artístico. Tan intenso y vital fue desempeño, que a instancias de la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico fue una de las encargadas del traslado de los fondos artísticos del Museo del Prado a Valencia, cuando Madrid era, día sí, noche también, asediada por los bombardeos inmisericordes de la aviación rebelde.
Su intensa labor cultural no decayó ni siquiera durante la contienda civil, con el compromiso por bandera
De esta última experiencia dio cuenta en sus maravilloso libro de memorias: «Jamás soñé entrar en el Museo del Prado bajando una escalerilla insospechada y, mucho menos, llevando en la mano un documento oficial autorizándome para empresa tan grande: trasladar a Valencia los cuadros del Museo del Prado (...) Una linterna iluminó nuestros pasos. Rafael se puso tan serio, que sentí miedo al adivinar lo que pensaba: ¿cómo vamos a poder cumplir lo que nos han ordenado? Entramos en un sotanillo, pasamos silenciosos entre cuadros vueltos del revés, uno sobre otros, bajados de la salas altas a un precario refugio. Arriba todo el Museo estaba en pie de guerra (...)».
Fue una de las encargadas de poner a salvo de los bombardeos las obras maestras del Museo del Prado
En noviembre de 1936, bajo la amenaza de los bimotores que no tenían piedad con Madrid, la burgalesa dirigió la evacuación de, entre otras obras, 'Las meninas', de Velázquez o 'Carlos V a caballo', de Tiziano, que ella misma acompañaría hacia Levante. «Se produjo un gran silencio. Los motores se pusieron en marcha. Ni una luz ni un reflejo. Poco a poco, todo se lo llevó la niebla.Y empezó la noche más larga de nuestra vida. Aparecieron los aviones y bombardearon no sé qué barrio. El teléfono iba dándonos la situación en cada alto del camino. El responsable de la caravana llamaba para decirnos: todo va bien. Pero al pasar el puente de Arganda fue necesario bajar los cuadros y hacerlos cruzar a hombros al otro extremo, pues el andamiaje era demasiado alto (...) Y así, en una noche interminable, fuimos corriendo, desvelados y ansiosos detrás de aquellos camiones que llevaban, al buen seguro de las Torres de los Serranos, de Valencia, algunas de las principales maravillas del Museo del Prado».
Adiós al paraíso
Llegó la derrota republicana, y con esta el exilio. «Una costra de errantes iba a extenderse sobre la tierra, buscando sobrevivir. Cientos de seres, miles ni vivos ni muertos, íbamos por los caminos en un estado de incertidumbre, como si tuviéramos dormidos los pies o insensible el alma. Nos sabíamos expulsados de algo más que de España», escribiría León. Orán unos días, París durante unos meses, y Argentina durante más de veinte años serían los destinos de la burgalesa. Al país de la Plata arribó en febrero de 1940. Pero pese al abismo del destierro, pese a la tristeza, el desgarro y la infinita nostalgia, los veintitrés años de estancia que pasaría en Argentina fueron para ella una época de plenitud. «Nos pareció un paraíso silencioso. Abrimos una nueva etapa de la vida. Para siempre se llamará América». Instalados en El Totoral, casa de campo de unos amigos repleta de pájaros, limoneros y rosales, pronto se produjo lo que ella siempre calificaría como 'el milagro americano': aunque un médico le había vaticinado, tras alumbrar a su segundo hijo, que jamás podría volver a concebir vida en su vientre, en agosto de 1941 llegaría Aitana al mundo en Buenos Aires para iluminar la vida de los dos desterrados. Argentina se convirtió en la segunda patria de María Teresa León («No tengo juicio claro sobre Buenos Aires. ¿Cómo tenerlo si no es ahogada por una ternura inmensa?. Veintitrés años vividos en una ciudad marcan. Hoy todo lo que recuerdo me estremece y agita: horas radiantes, angustias, amistades claras ininterrumpidas, la felicidad, el temor que llama a la puerta y todo lo no olvidable porque son los años centrales de mi vida».
Lo fueron, también, en cuanto a su producción literaria. Fue la etapa más fecunda y prolífica en su obra artística. Destacan las novelas Contra viento y marea, Juego limpio y Menesteos, marinero de abril; asimismo, escribirá un sinfín de cuentos, recogidos en los libros Morirás lejos, Fábulas del tiempo amargo y Las peregrinaciones de Teresa, así como guiones de cine (La Dama Duende, Los ojos más bellos del mundo y El gran amor de Gustavo Adolfo Bécquer). Colaboró en numerosas revistas del cono sur, en traducciones y en guiones radiofónicos; y firmó algunas biografías, como Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos y Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
Eterno exilio
Junto a Alberti realizó numerosos viajes por el mundo (URSS, China). En el año 1963, un golpe de estado militar precipitó el final de la aventura argentina del matrimonio, que de nuevo se vio forzado a marcharse, a continuar con un éxodo que se les haría eterno. El destino entonces fue Roma. Allí, en la capital italiana, en su casa de Vía Garbaldi, en el Trastévere, el más pintoresco barrio de la Ciudad Eterna, escribió Memoria de la melancolía, donde no dejó de volcar sus sentimientos de añoranza y desposesión. «Ante mis ojos, los techos de Roma. No sé si debo tenderme en estas tierras. Debe ser incómodo que nuestros pobres huesos sientan tantas civilizaciones, pinchándoles. Prefiero que me dejen tenderme en la pobreza de Castilla, sobre el poco humus de aquellos campos oscuros donde apenas nace el trigo». Fue en Roma donde le asaltó la enfermedad que acabaría con su vida: el alzheimer. Hay textos premonitorios en Memoria de la melancolía, publicado por primera vez en la Editorial Losada en 1970: «Sentada en esta tierra de nadie que es el destierro, veo a veces alrededor mío un charco de sangre. No puedo incorporar de nuevo a mis venas la que voy perdiendo. Ya la imaginación no trabaja bastante y la memoria olvida (...) Puede que esté inventando, o que pinte sin saberlo y con ansia un muro, como hacen los niños de las calles de Roma donde dejan manos sueltas o bocas o caras espantadas o mensajes de amor entre estrellas».
En Argentina alcanzó su plenitud creativa y escribió en Roma su bellísima Memoria de la melancolía
Su luminosa memoria andaba ya entre tinieblas. «Estoy cansada de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado (...) Estoy cansada de hilarme hacia la muerte. Y sin embargo, ¿tenemos derecho a morir sin concluir la historia que empezamos? ¿Cuántas veces hemos repetido las mismas palabras, aceptando la esperanza, llamándola, suplicándola para que no nos abandonase?», clamó León. Así, el día de su anhelado regreso a España, que se produjo el 27 de abril de 1977, no pudo ser consciente de aquellas palabras que había escrito con tanta esperanza: «Un día se asombrarán de que lleguemos, de que regresemos con las ideas altas como palmas para el domingo de los ramos alegres. Nosotros, los del paraíso perdido». En muchas de las imágenes de ese histórico día aparece la burgalesa con la mirada como huida: ya se estaba precipitando al abismo insondable de la desmemoria, a un laberinto oscuro y silencioso del que no podría regresar jamás.
Murió en diciembre de 1988, en Majadahonda, donde pasó los últimos años de aquel existir hacia adentro. En su lápida del cementerio de esta localidad madrileña hay grabado un verso de Alberti a modo de epitafio: Esta mañana, amor, tenemos veinte años. Pero también una frase de ella: Vivir no es tan importante como recordar. María Teresa León no fue la cola de ningún cometa: brilló con luz propia, dejando un legado humano, intelectual y literario tan valioso como inmenso. Su majestuoso vuelo se destacó -dejando un rastro indeleble en la memoria del tiempo y del cielo- sobre los ángeles, por encima del revoloteo de todas aquellas palomas que tanto se equivocaban.