Los manojos son infinitos, y algunos tan pesados como el plomo. De algunos penden llaves tan grandes y antiguas que anticipan cerraduras confeccionadas hace siglos: es lo que tienen las puertas y cancelas de un edificio que atesora ochocientos años de existencia. Álvaro Miguel Preciado conoce al dedillo cada una de esas gavillas de metal en las que se arraciman las llaves, y constituye todo un espectáculo seguir sus pasos por las entrañas de la Catedral: lo hace con tanta naturalidad que cualquiera diría que es su casa. Él tercia enseguida, para que no haya dudas: «Es mi casa». Posiblemente nadie conozca más y mejor los secretos del primer templo metropolitano que él, que lleva tres décadas trabajando en este lugar especial e infinito. Es el responsable de mantenimiento de la basílica. Y su celoso y mejor guardián. Conoce cuanto sucede tras los muros seculares de la joya del gótico español, por la que se mueve con una familiaridad que impresiona. Es, además, una enciclopedia sobre su historia: ofrece datos, fechas, curiosidades, detalles y anécdotas de su sublime arquitectura como quien enumera las características del salón de su hogar. Un fenómeno, Álvaro.
Si cualquier visitante llena su mirada y su alma de las innumerables bellezas que se pueden contemplar, los sentidos de Álvaro rebosan cada día: su trabajo le lleva de forma cotidiana a frecuentar zonas y rincones que nadie más que él, y otros pocos, pueden contemplar y disfrutar. Es la Catedral oculta, que está llena de secretos, de estancias misteriosas, de espacios recónditos y sugerentes que van desde enigmáticos túneles a cubiertas y corredores que ninguna otra mirada puede acariciar, y desde donde el primer templo metropolitano se ve de manera diferente: si en sus entrañas puede uno hacerse una idea de la complejidad de su formidable arquitectura, de todas aquellas estructuras que sostienen este sueño de piedra, en las zonas más altas se puede acariciar el aire entre arbotantes, se puede uno extasiar con la luz que se filtra por ventanales y vidrieras como si el mismo Dios estuviera a cada instante iluminándolo a su capricho.
A través de uno de los accesos que se abre en una de las naves laterales entra Álvaro a un espacio que conduce a la Puerta de Pellejería; en uno de los muros hay una discreta entrada que conduce a un lugar desconocido por casi todos los burgaleses. Se llama Cámara Bufa: es un estrecho corredor, con aspecto de túnel de tiempo o de mazmorras, de menos de un metro de ancho y tres de alto que discurre en paralelo a Fernán González entre Pellejería y Santa Tecla; no es otra cosa que un sistema de aislamiento construido en el siglo XVIII para evitar las aguas freáticas procedentes del Castillo cuya humedad amenazaban las capillas del muro norte. La galería, abovedada y con muros de mampostería hechos con piedra caliza discurre bajo la Escalera Dorada y Santa Tecla hasta el muro de la puerta de Santa María.
En las alturas. Desliza Álvaro los dedos con agilidad entre el ramillete de llaves, como si pasara las cuentas de un rosario, y escoge una al tacto mientras se adentra en esa maravilla que es la Capilla del Condestable, donde hay varios turistas que se quedan mudos y absortos al observar cómo el responsable de mantenimiento de la Catedral abre una suerte de puerta secreta incrustada y mimetizada con el coro de la capilla de donde sale un escalón que emplea para subirse y adentrarse en un interior oscuro; al otro lado hay un husillo por el que se accede al triforio de este espacio, desde donde la panorámica es espectacular y eso que aún faltan por llegar las nuevas vidrieras. Es una visión totalmente diferente de la capilla que hicieron los Colonia, que parece aún más grande. Es más que nunca, desde allí, una catedral dentro de la Catedral. Otro estrecha y angosta escalinata más lleva a la cubierta: pueden verse los pináculos que rematan esta capilla por el exterior.
Ya de regreso, de nuevo en el templo por el que se mueven los visitantes, Álvaro asciende -todo un privilegio- por la Escalera Dorada, en cuyo primer rellano hay otra puerta. Ésta lleva por entre las cubiertas, sobre las bóvedas, al interior de la torre norte, donde moran los más famosos autómatas: el Papamoscas y su ayudante, Martinillos, y el engranaje que permite a ambos dar las horas. De ahí pasa al triforio de la nave principal, donde la luz -que es caudalosa, mágica, sublime- se engolosina en muros, esculturas, maderas, inscripciones... Ese recorrido por las alturas es de enorme belleza, otra perspectiva del templo. De nuevo abajo, el jefe de mantenimiento abre otra puerta a la cabecera del templo y de ahí accede a la parte superior de la nave central, a la parte más alta del retablo; desde allí atraviesa por el laberíntico corredor de las cubiertas(con los canalones emplomados por los que discurre el agua de lluvia y que se llaman pesebrones) hasta desembocar en el exterior de una de ellas, la que se asoma al claustro. Casi pueden acariciarse las agujas del Condestable.
No dejará de ir de aquí para allá Álvaro con sus llaves, comprobando que todo está en orden. Que en 'su casa' todo está como debe, aunque siempre haya que hacer. Confiesa que, en efecto, es así: un edificio tan grande siempre requiere de atenciones, por pequeñas que sean éstas. Su trabajo, él lo sabe, no termina nunca. Es lo que tiene estar al cuidado de la Catedral más hermosa de la tierra.