El asunto no empezó bien, y quizás por eso se torció de mala manera. Fue una presentación precipitada en la que no estaba el artista, como tal vez exigía la ocasión; en su lugar, comparecieron unos bosquejos en los que apenas se podía insinuar nada sobre una obra artística llamada a integrarse en un monumento con nada menos que ocho siglos de historia. Tampoco se explicó bien la cuestión -el ambicioso y audaz proyecto-, esencialmente por la inexplicable ausencia del personaje más importante, Antonio López, el pintor y escultor elegido por el Cabildo Metropolitano para dejar una nueva impronta en la Catedral después de doscientos años sin que la basílica incorporara a su majestuosa arquitectura hito artístico alguno. Se hacía necesaria una huella contemporánea en un templo que tiene elementos góticos, claro está, pero también renacentistas, barrocos y neoclásicos. Y qué mejor momento que la celebración del octavo centenario para hacerlo.
Nadie en su sano juicio, y con un mínimo de conocimiento sobre el panorama artístico, hubiera puesto en solfa la elección de Antonio López para tal fin salvo por los tiempos que suele manejar el manchego: aunque con fama de tardón, es el artista español vivo más grande y universal. Esa es una realidad incuestionable. Sin embargo, aquella atropellada presentación de las nuevas puertas para la fachada de Santa María resultó un desastre cuyas consecuencias todavía hoy se arrastran como un lastre pesado. Aquellos cutres bocetos sentaron a la opinión pública como una bofetada, casi como una afrenta. Especialmente para los burgaleses, que sienten la Catedral como algo suyo. O para algunos, al menos. No deja de ser cierto que hay que ser osado -entre otras cosas- para juzgar una obra sin haberla visto culminada, y en aquel momento las puertas eran sólo una idea apenas esbozada, un proyecto, lo más parecido a un sueño.
Pero la realidad de una corriente de contestación social, abanderada por algunos personajes tonantes y con afán de protagonismo, se impuso, causando un verdadero terremoto y generando una polémica que no ha concluido todavía, si bien se ha atenuado para bien de todos. El Cabildo se vio sorprendido por una bomba de relojería que estalló con tanta saña que su onda expansiva afectó al propio artista, que sin comprender nada de lo que estaba sucediendo albergó serias dudas sobre continuar embarcado en el proyecto. Él, que no necesita demostrar nada a estas alturas de su vida y de su trayectoria profesional, reconocida de punto a punto, se vio súbitamente violentado, contrariado, disgustado y triste.
Pero decidió mantenerse al margen y centrarse en el que es considerado su último gran proyecto, su última obra de envergadura, máxime tratándose de una creación que le fue encargada para formar parte de una más grande, de un corpus único que, ahí es nada, ostenta el título de Patrimonio de la Humanidad. Consciente de ello, Antonio López ha tratado en todo este tiempo de mantenerse al margen del ruido, recluido en su pequeño gran universo como un eremita que sólo fuera a abandonar la cueva para anunciar la buena nueva. Intervino la Unesco, terció la Junta de Castilla y León. Y el Cabildo, arrinconado, se vio obligado a rehacer la petición (no tanto el proyecto: un artista es libre por definición).
De nada sirvieron, en su momento, argumentos como el nulo valor de las puertas actuales o la pertinencia, acorde a la historia de la seo, de aportar un elemento artístico del tiempo actual, que un día será tan antiguo como Santa Tecla, quintaesencia del Barroco, o de la renacentista Capilla del Condestable, por no hablar de que la primitiva portada gótica de Santa María fue eliminada para ser sustituida por una neoclásica, de acuerdo a los estándares estéticos de la época (era el siglo XIX). Ruido, mucho ruido. Demasiado ruido, que cantó Sabina. Pero la Iglesia sabe, desde hace dos mil años, que es dueña de los tiempos; que prisa, ninguna. Y esta vez no se precipitó como aquella malhadada fecha en que se anunció el proyecto: rehecho éste para ajustarse a algunas de las exigencias de los comités en liza, los técnicos de Patrimonio de la administración regional lo someterán a juicios exclusivamente técnicos (esa es la esperanza) y no de otra índole (como a veces se teme que suceda en asuntos asaz delicados como es éste). Mientras tanto, el Cabildo ha conseguido una pequeña victoria en mitad del caos y la furia: que las puertas vengan a Burgos (lo harán en los primeros meses del año que viene) y se exhiban de forma temporal en el museo catedralicio, donde podrán ser contempladas por propios y extraños, sin trampa ni cartón. Es cierto que no llegarán, de golpe, al lugar para el que han sido diseñadas. Pero ya es un paso. Y todo se andará.
¿Motivos para la esperanza? Con todo, la prudencia reina hoy en el seno del Cabildo. Nadie hace cábalas, y ningún canónigo se aferra a la esperanza como a un clavo ardiendo. Más bien al contrario: el sentir general, a día de hoy, es más bien escéptico, cuando no pesimista. Pero siempre conforme (la resignación cristiana, ya se sabe): lo que tenga que ser, será. Dejémoslo, pues, en manos de Dios.
Y amén.