Infierno en mitad de la selva

Paula Cabaleiro (EFE)
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Pese a que son conscientes del peligro al que se enfrentan, miles de familias con niños se juegan cada año su vida tratando de cruzar la ruta del Darién en busca de un futuro mejor

Varias personas hacen fila para ser trasladadas a un albergue. - Foto: Bienvenido Velasco

Olef y Zeus, dos gemelos inquietos de un año y medio, creen que van a «hacer un safari para conocer animales». Es lo que su madre les dijo en el viaje en autobús desde Venezuela para «camuflar» el motivo real: cruzar la peligrosa selva del Darién para llegar hasta Panamá en una escala hacia Estados Unidos.

Con un canguro para llevar a uno de los bebés en el pecho y otro en la espalda, Yasmeri Jalmeida se prepara para la dura travesía de 97 kilómetros entre Colombia y su destino, donde se encuentra su marido. A pesar de que lleva meses subiendo con ellos a cerros y haciendo rutas «de más de 70 kilómetros», sabe que será un reto para los tres, pero mantiene la buena actitud gracias a la esperanza de encontrar una vida mejor.

Como ellos, miles de familias con niños se embarcan, entre llantos de los más pequeños que no entienden por qué hace tanto tiempo que no vuelven a casa, en las lanchas que parten de la localidad colombiana de Turbo con destino a Acandí, fronteriza con Panamá y donde comienza la senda salvaje del Darién.

Solo en el primer cuatrimestre de este año se batió el récord de menores cruzando por dicho territorio, que según el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) es un 40 por ciento superior al mismo período del año pasado, con más de 30.000 niños en ruta.

Uno de esos pequeños, a punto de embarcar, se encuentra con Ángela, una de las trabajadoras de Aldeas Infantiles que acompaña a los migrantes, mientras le coloca un sello de una cara sonriente en la mano «para que te proteja».

Carpas a la espera. El pueblo costero de Turbo, en la orilla este del golfo de Urabá, está lleno de carpas y resguardos improvisados donde las familias tratan de reunir los 350 dólares que cuesta «el paquete de viaje» -dudoso término que roza la ilegalidad- que les garantiza que alguien les lleve, a través de la selva, hasta la frontera con Panamá.

Cada mañana, llueva o haga sol, en la zona llamada «el comedor» porque ahí se ofrecen 1.500 comidas al día, cientos de personas se despiertan y desmontan las carpas.

En una duerme Luz del Carmen, de 44 años, que la recoge y la pone a secar con la ayuda de sus cuatro hijos antes de las siete de la mañana. Lleva en Turbo 16 días y espera que pronto puedan partir, aunque confiesa que todavía no han reunido el dinero suficiente para comprar el paquete. Sin embargo, ya tienen preparado el agua, la comida, los medicamentos y las carpas para las noches en la selva, que pueden alcanzar una semana entera caminando por los estrechos senderos, subiendo las resbaladizas lomas y atravesando ríos, que en cualquier momento pueden crecer y llevárselos por delante.

La empresa turística les prometió que podían pagar la mitad, 175 dólares por persona: «Dicen que uno paga medio paquete y se queda en Acandí» hasta que los guías locales hagan «un barrido» y se lleven a todo aquel que esté en la orilla esperando, explica la madre.

La del Darién es una de las rutas más peligrosas del mundo porque carece de una infraestructura adaptada para el paso masivo de personas y es escenario de resbalones por caminos empinados, caídas en abismos, ahogamientos o ataques de animales salvajes e insectos.

El paso lo controla, en la parte colombiana, el Clan del Golfo, el mayor grupo criminal del país, y una vez se adentran en Panamá, delincuentes y otros grupos someten a los migrantes a atracos e incluso a violaciones sexuales.

Tampoco hay números que reflejen la tragedia: en el Darién se sabe cuántos salen -más de 195.000 en lo que va de año-, pero no los muertos que se quedan.