El nacimiento de una estrella

MARÍA TERESA LEÓN / Burgos
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El 11 de diciembre de 1924 apareció en Diario de Burgos el cuento 'De la vida cruel', de Isabel Inghirami. Fue el arranque de una intensa y singular carrera literaria y vital que duraría más de 60 años: la de María Teresa León

María Teresa León se estrenó en Diario de Burgos con el cuento 'De la vida cruel' el 11 de diciembre de 1924.

La luz tamizada por las cortinitas de batista rosa daba al cuartito, modesto, una moderna nota de coquetería; sobre el costurerito, unas violetas hablaban de la delicadeza de la mano que, ágil, voltea los bolillos junto a la ventana y va trenzando el ensueño de una blonda ideal. Paz, sosiego en la casita tranquila que tiene las maderas entornadas para que el sol no desluzca los pobres cortinajes de yute y dé esa sensación de limpieza y reposo que pone una raya de sol al filtrarse, indiscreto y curioso, en el interior. 

Qué lejos aquella mañana la fantasía de la que trabaja junto a la ventana! Se ve niña, cuando solo era Lolita Esteban y vivía en una casona de piedra y tenía tranquilidad. Luego... el noviazgo con un guapo mozo artillero. Los pergaminos llenos de ejecutorias del muchacho deslumbraron con el fulgor de sus besantes y la majestuosidad de leopardos y calderos a la familia. Un verdadero sueño para la provincianita, hija del secretario del Ayuntamiento. ¡Qué envidias! ¡Qué tijeras más afiladas las del paseo pueblerino! ¡Qué alegre la novia!

Era blanquita y morena, los ojos azules de suave entonación, la figurita frágil, dulce el temperamento y hábiles sus manos de hacendosa mujercita.

¡Boda! ¡boda! doblaron las campanas al llegar al templo la novia blanca. La emoción humedecía los ojos negrísimos de Alfredo Vélez, al notar temblar junto a sí el cuerpecito de colegiala de Lolita.
Pasaron los años, dejando implacables su rastro de desilusiones, traducidos los días amargos en el gris de la cabeza altiva, y se encorvó a la tierra la carita blanca con los ojos azules. 
Allá, en África, el dolor de la muerte del mayor de los hijos, la enfermedad que acecha y vence, el sufrimiento sin consuelo ante la crueldad del destino, más horrible por la falta de salud de Lolita, y la paga sola para hacer frente a la vida.

Paz, reposo en la casita tranquila, desde que se instalaron en el pabelloncito que el Regimiento da, en la bella ciudad mediterránea.

Pero... resignada, la cabeza se inclina sobre el encaje que es el descanso de las manos acostumbradas a trabajar, y la tristeza de su vida de sacrificada se condensa en una lágrima que resbala y cae.
Alfredo es muy bueno, adora a la mártir y tiene admiraciones para el trabajo perseverante de su compañera.

Además las niñas, dos pequeñas que lleva siempre como el oro, con la coquetería de un bordado o un lazo, y el chico... El chico es su esperanza y su amor. ¡La de besos que dio al retrato de cadete! Desde allí ve a su Carlos que la mira, alto y esbelto con uniforme de artillero. «Es como era su padre», y sonríe al recuerdo feliz. También, como él, sueña con la vida, con la gloria; como él, tiene un destello de orgullo en los ojos negrísimos y un sello aristocrático en la figura que promete varonil prestancia. Y además... es tan bueno; sale de la Academia dentro de unos días, con las estrellas de teniente en la bocamanga.

Los sueños terminan con la llegada de Alfredo, que besa piadoso la frente dolorida.

Hoy están solos; las nenas en el colegio, y charlan mientras comen los fiambres que componen el extraordinario de aquellos días.

El médico ha prohibido a Dolores la entrada en la cocina; ha dicho que tiene que renunciar a trabajar y marchar al campo.

La pobre mujercita blanca, que tiene una suave y triste mirada en los ojos azules, tiembla todas las tardes con la fiebre traidora de edema de pulmón; ha quedado teñido de sangre su pañuelito al toser, y ha puesto su tos un sonido de alarma en la casa tranquila.

Alfredo la mima con planes, en los que el dinero falta para su realización, y la pobre Dolorcitas sonríe con tristeza.

Una ráfaga de desesperación aleja momentáneamente a los tristes, pero la evocación de Carlos es una caricia para sus frentes calenturientas. Y el recuerdo tranquilo de los triunfos del cadete, que en sus cartas les comunica su optimismo del vivir, sustituye los negros nubarrones con el ansia de seguir aquel camino que ante ellos se abre, como prolongación y desquite de su vida de sacrificios.

Pero... en la casita tranquila donde brilla el sol en todos los dorados, donde las flores ponen una delicada ofrenda en la mesa de él, donde el sacrificio diario de Dolores puso el confort del hogar pobre y feliz, la tos seca resuena en las paredes, se pierde en el eco de los altos pasillos y temblando deja el corazón animoso de la mártir.
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La vida parecía olvidar sus crueldades y el destino más piadoso se mostraba, hacía dos años desde aquella mañana.

Terminó su carrera el muchacho, y el desahogo de no tener que atender a los estudios del chico —dogal que aprieta a las pobres familias— les permitió tomar entre los pinos cercanos una casita, donde reponer Dolores sus pulmones cansados. Alfredo trabaja y es secretario de una gran empresa.

Carlos está en África, contento con su buena paga, animoso, mirando de frente el porvenir. Los jefes dicen que es un gran muchacho y todo el que conoce a Carlos Vélez, tiene para él elogio y amistad.

La bandera roja con su franja de oro, tremola sobre la parda tierra del Rif, no como emblema de victoria sino como sudario de valientes»

La Patria tiene tiranías: la bandera roja con su franja de oro, tremola sobre la parda tierra del Rif, no como emblema de victoria, sino como sudario glorioso de valientes. Las casitas blancas de Tetuán, con sus imprevistas perspectivas y el encanto brujo de sus noches de luna, no fue sólo poética conquista. Las calles de la moderna Melilla, el puerto de Ceuta, Larache, la de la barra infranqueable, Alcázar, Xauen... fueron ganados con el cruel esfuerzo que la Patria exigió a miles de hijos, de padres, de hermanos. Quitó al campo los brazos jóvenes, a la novia lugareña el encanto de una boda envidiada, a las madres el triste consuelo de amortajar el cuerpo, que ellas envolvieron en pañales. Y el sol implacable cae sobre las cabezas juveniles que tienen bajo la gorra cuartelera ensueños de aventureros del siglo XVI.

Todos los días los periódicos son devorados con impaciencia por Dolores; todo está en calma allá. Mas... el corazón de una madre está escuchando siempre el paso de la bala traidora, la venganza del paco que acecha.

El coronel ha llamado a su despacho al capitán Vélez. Con voz, que pretende hacer firme, le habla de un tanque que al aprovisionar una posición, ha caído en poder del enemigo. Tiene la hazaña de la defensa sabor de epopeya en los labios del veterano de Filipinas. Con una angustia, que no le permite hablar, escucha Alfredo, no queriendo creer su desdicha.

Y cuando el nombre de su hijo tiembla entre las palabras de consuelo, le nubla la vista la emoción, sus dos manos torturan la frente llena de amarguras, que se petrificaron en surcos, y cae sobre una silla con frío en el alma que desea la muerte.

El viejo coronel siente el cosquilleo de una lágrima y piensa en el suyo que también allá quedó y sin saber dónde.

La tristeza les une, un abrazo les acerca borrando disciplinas. ¡Valor!

Sí, pero, ¿y ella?, ¿y la dulce compañera de su vida? Él es soldado y tiene que aparentar rudeza exterior; él, en su código del honor, prefiere tener un héroe muerto a un vivo cobarde. Pero, ¿y ella? Tanto sacrificio, tanto sufrimiento para sacar adelante aquel hijo, para hacerlo hombre, con tanto mimo, cuidado, y ahora... La muerte y la Patria, con los lacónicos puntos y rayas del morse, transmite impasible la noticia.

Ha llamado temblando en la casita humilde; dentro se oye una canción infantil. Dolores parece que renace y es feliz.

Ha salido a abrazarle riendo, pero en los ojos la noticia brilla con luz funeral. Convulsa le interroga con la esperanza agarrada al corazón.

No, la desgracia lo hizo bien, completa es su obra.

En las sillitas bajas, junto a la ventana, unidos como en todo el calvario de su vida, lloran el alcance infinito de sus infortunios.

«Para qué vivir para esto, para qué vivir». Pobres víctimas de la vida cruel, de la vida amarga en su impotente rebeldía.

Curvadas las cabezas que fueron de endrina y que cobijaron sueños de ilusión, deshechas las almas que lucharon valientes, perdida toda la labor, toda la cosecha de felicidad. Sarcástico el destino implacable ríe, mientras el sol finge en el cielo tonalidades engañosas de púrpura y colorea las nubes en sus quiméricas fantasmagorías.