Tardaron mucho en descubrir el acceso al zulo; tanto, que aunque habían tenido la certeza absoluta de que José Antonio Ortega Lara estaba allí, los momentos de desesperación y duda fueron tan intensos que estuvieron en trance de abandonar su búsqueda. Tanto en el exterior como en el interior de la siniestra nave hoy convertida en almacén se vivieron momentos de tensión, nervios y frustración a medida que iba pasando el tiempo y no encontraban el paso al lugar en el que suponían que se hallaba sepultado vivo el burgalés. Lo que ahora se ve a través de los cristales rotos de uno de sus muros es un espacio más bien diáfano que acumula unos pocos cachivaches, pero entonces había máquinas, tornos, tubos y motores jalonando la estancia, pesados obstáculos que a la vez eran elementos de distracción. No daban con indicio alguno que los llevara a una posible entrada a algún sitio, por más que se hallara oculta a primera vista.
El pánico agarrotó a los integrantes del dispositivo desplegado en la acción policial. El propio magistrado Baltasar Garzón, presente aquella madrugada del 1 de julio de 1997 en la histórica operación de rescate, no pudo evitar exhibir su abatimiento. Se palpaba la angustia, espesa como la melaza. De nada sirvió que estuviera presente uno de sus carceleros, el etarra Josu Uribetxeberria Bolinaga, que en todo momento negó la presencia en aquel lugar del secuestrado, mostrando una frialdad y una ausencia de humanidad que consternó a todos los presentes.
Pero la obstinación y el convencimiento se impusieron en aquellas dramáticas y angustiosas horas. Al fondo de la nave, y muy cerca del muro más cercano al río, ahí donde ahora se amontonan enseres de un parque infantil, había un pesado cilindro metálico y de hormigón incrustado en el suelo. No resultó nada sencillo tratar de desencajar aquella pesada pieza: los torturadores habían ideado retorcidamente un mecanismo por el cual era necesario que dos personas activaran a la vez sendos interruptores para que se moviera. El engranaje fue forzado sin éxito, pero todos intuyeron al momento que aquel era el lugar que buscaban con tanto ahínco. El juez Garzón ordenó que acercaran a Bolinaga, quien al verse sin escapatoria, porque tarde o temprano conseguirían elevar aquella pieza, dijo sin derrumbarse y con una ausencia absoluta de humanidad: «Está ahí». Como el extraño artefacto había sido forzado, el mecanismo que empleaban los secuestradores para desbloquearlo no funcionó, pero al cabo consiguieron elevarlo lo suficiente como para que por el hueco abierto entrara un miembro de la unidad especial de intervención.
Ortega Lara desafió las leyes de la naturaleza y sobrevivió 532 días a una tortura inconcebible en el zulo de Mondragón. - Foto: Jesús J. Matías y Ángel AyalaLos segundos que siguieron fueron eternos; al cabo, el agente volvió asomar por aquella oquedad para confirmar que el burgalés se encontraba allí. Del desánimo se pasó a la alegría, a los abrazos, al llanto emocionado y feliz de casi todos. El resto es historia: el hombre que fue secuestrado y sometido al cautiverio más terrible jamás imaginado emergió a la superficie convertido en algo más que un resucitado; era la viva estampa de un superviviente del más horroroso de los infiernos, de la más cruenta de las torturas. Era la suya una imagen desoladora, que lo emparentaba con lugares tan macabros como Auschwitz o Treblinka. Era un ser humano prematuramente envejecido, desnutrido, atrofiado, famélico, hundidas las cuencas de unos ojos tan desorientados que miraban sin ver. No era la de su mirada una expresión de perplejidad, ni siquiera de desconcierto: sencillamente estaba desprovista de vida, de humanidad, como si durante aquel eterno enterramiento la tortura lo hubiese sido desposeído de todo aquello que nos hace diferentes de otras especies.
El burgalés había pasado 532 días en una mazmorra de 2,5 por 3 metros de ancho y 1,80 de alto. 532 días con sus noches, aunque para él siempre fue una cueva oscura por más que contara con una bombilla bajo cuya luz leía los periódicos atrasados que le dejaban sus carceleros. 532 días bajo una losa de 3.000 kilos, sintiendo la corriente del río Deva limando sus huesos y su alma. 532 días de una tortura sencillamente inimaginable. Cómo no comprender que le espetara al hombre que entró a liberarle, a decirle que la pesadilla había terminado, aquella frase iracunda y desesperada: «¿Por qué no me matáis de una puta vez?».
Se supo después, cuando ya pudo recobrar su ser, cuando peleó titánicamente por volver a ser una persona normal, que aquel hombre que había desafiado a las leyes de la naturaleza, resistiendo lo inimaginable, ya había sobrevivido a otro encierro: fue en el útero de su madre, donde compartió espacio con una hermana melliza que no superó el alumbramiento. Se supo que en aquel interminable encierro habló en numerosas ocasiones con aquella hermana a la que no llegó a conocer y que volvió a pegar la hebra con su madre en la huerta de Montuenga; se supo que habló muchas veces a voces, que le interpeló a Dios con ira, con enfado... Delirio, alucinaciones, locura febril...
Pero resistió el burgalés, que tenía interiorizada la disciplina que le inculcaron los salesianos en su mocedad, obligándose a hacer diariamente algo de gimnasia pese a las reducidas dimensiones de su celda. Pero su cuerpo no sería inmune al desgaste de tan feroz cautiverio. Ni su mente, claro, que fue descomponiéndose, que poco a poco fue asomándose sin vértigo al abismo de la desesperación, llegando a pasar por su cabeza en más de una ocasión terminar de una vez con todo. Pero resistió Ortega Lara. Se mantuvo vivo en aquel inmundo y húmedo cubículo conquistado por las pulgas e invadido por el moho. Resistió a todo. A la humedad, a la soledad, a la incomunicación, al miedo, al sufrimiento, a la angustia, a la claustrofobia, a la podredumbre, a los demonios, a la locura, al dolor, a la desesperación. Sobrevivió a todo.
Incluso a sí mismo.