Ya lo dice Medina Azahara: todo tiene su fin. Un desenlace que ayer sintió especialmente la multitud que ha abarrotado Aranda de Duero durante los últimos cinco días para exprimir cada segundo de Sonorama Ribera. Y vaya si lo han hecho. Entre la aglomeración de disfrutones se incluyen Paula, Juan y su cuadrilla de amigos, algunos procedentes de Alicante, como Antonio, y otros de Burgos, como Diego. Después de un festival intenso, llegó la temida hora de plegar sus tiendas de campaña y alejarse. Eso sí, siempre recordarán la «buena vibra» que recibieron en la capital ribereña. Sin duda, «lo mejor» del festival, como aseguraba ayer Paula mientras guardaba con paciencia todos los bártulos con los que aterrizaron en el cámping del parque General Gutiérrez cargados de emoción y con una infinidad de ganas de pasarlo bien por bandera.
Ahora, saciada esa sed, toca descansar. Y, tras el sosiego, aflorará el poso que deja un festival «con un ambiente de la leche, sin un mal rollo», añadía Paula, que suma 14 ediciones a sus espaldas y que a buen seguro regresará a Aranda para disfrutar de otras tantas. Muy cerca, sus vecinos en el cámping, un grupo de amigos que viven en Mallorca, opinaban de la misma forma. En su caso, esta ha sido la primera vez que han recalado en Sonorama Ribera y, antes de recoger las maletas, ya tenían claro que el año que viene «sí o sí» volverán.
«Es que aquí al final te sientes como en tu casa. El ambiente es espectacular, no se vive en ningún otro festival», resumía Paula. Eso sí, esta alicantina con raíces en la Ribera del Duero también remarcó que pese a la notable trayectoria del festival «siempre» hay cosas que mejorar. «Se necesitan más baños en la zona del cámping y, sobre todo, máquinas para limpiarlos varias veces cada día, no sólo una». A ello se añade, a su juicio, la necesidad de distribuir duchas en diversos puntos del parque, como se hacía en ediciones anteriores, en lugar de centralizarlas cerca de la entrada «porque cuando está todo el mundo, no llega el agua y funcionan la mitad». Ahora bien, entre risas, Paula admitió que como el agua suele salir bien fría, espabila que da gusto y, oye, no hay mal que no se pase bajo estos grifos.
Con el balance de lo bueno y menos bueno, la pareja se dispuso a cargar de nuevo la furgoneta y partir rumbo a Alicante. Junto con su amigo Antonio, fueron doblando las tiendas, una labor que Juan realizó en cuestión de segundos, para admiración del resto, que previamente lo habían intentado pero no lo consiguieron o no al menos para que entraran en su funda. Así, con las almohadas por un lado, los colchones por otro, fueron apilando sus enseres. Una tarea que controlan porque suelen viajar a menudo con su furgoneta. De hecho, se compraron un carrito que les sirve para mover con facilidad las cajas de plástico en las que almacenan todo cuanto necesitan, desde el martillo para clavar las piquetas hasta un ventilador. No les falta ni un detalle. Y, entre tanto, siempre hay momentos para las risas. Porque las zapatillas, por ejemplo, ya acumulan tal paliza que «andan solas», como bromeaba Paula mientras las metía en una bolsa para no tener que olerlas demasiado. Algo de lo que Diego, dormido profundamente, ni se dio cuenta. En fin, sin prisa pero sin pausa, la pareja se despidió del cámping con una ducha y dispuestos a recorrer con calma los 520 kilómetros de distancia. Hoy, el despertador les ha sonado a las seis de la mañana.