«Gracias por venir. Nos vemos el año que viene». Estas frases estaban escritas sobre las puertas de salida del Sonorama, en rosa o rojo, brillantes, con luces de neón, como cantaron el jueves Lori Meyers. Y son, probablemente, dos sentencias premonitorias porque muchos de los que las atravesaron cualquiera de los últimos días, reventados, harán lo posible por repetir el próximo agosto. Porque la música en directo, un poco contra pronóstico, se ha convertido en el gran espectáculo del siglo XXI. Los conciertos son, junto al fútbol, los eventos que congregan gente y sentimientos, que fabrican recuerdos y emociones, que se ansían durante meses, que liberan (y de qué manera). En un mundo de virtualidad y pantallas, que a estas alturas de la película son más cárceles que ventanas, se agradece vivir algo en primera persona, sin intermediación y junto a otros. Se hace casi una necesidad no olvidar que siempre hemos sido poco más que miembros de una tribu (o brigada, que dijeron León Benavente el mismo jueves).
Las grandes giras son acontecimientos colosales: la de los sobrevaloradísimos Coldplay propició la creación de una nueva 'moneda' en Argentina (el dólar Coldplay), y el tour de Taylor Swift, la actual jefa de la música, revienta expectación, récords, reservas y precios. Todo, en busca de la emoción.
Y esta ola rompe en nuestras playas, tiene parada aquí, en esta provincia, en Aranda, en el Sonorama. Donde no se detienen los trenes y otros se han perdido irremisiblemente hay un apeadero al que llegan anualmente, con puntualidad británica, esas emociones. Y así sucedió el jueves pronto, en lo que para muchos era el principio. La luz naranja del final de la tarde de la Ribera armaba un telón perfecto para El Drogas que se dio un buen repaso a sí mismo y a Barricada. Eso es un comienzo, y un viaje a verbenas a las 4 de la mañana y a otros lugares de sentimiento.
Y después, hasta ayer, todo lo demás, que viene a ser una sucesión de acontecimientos, imágenes y momentos que fluyen de una manera reconocible, confortable. De alguna forma, la liturgia y los modos del Sonorama se han consolidado y son, un poco, como las fiestas del pueblo en la que todo el mundo sabe cómo funcionan las cosas y las va viviendo con placidez según acontecen. Y en ese devenir, el 26 en esta edición, cupo de todo, tanto que cualquiera hubiera necesitado ser cuatro o cinco personas para no perderse nada. Y ha habido instantes de sentimiento contenido, como Jorge Drexler o la parte más acústica de Iván Ferreiro, en la que estremece ver a miles de personas tan metidas en la calma; y también reencuentros con sentimientos balsámicos como las actuaciones de Vetusta Morla, Second, Viva Suecia o Amaral el sábado. Y, por supuesto, con los grupos que le pisan un punto extra, que vuelcan su mensaje con un poco más de velocidad o meneo. Y menearon el jueves Lori Meyers en una actuación gorda, de grupo grande, de guitarreo, sonando muchísimo. Y les siguieron León Benavente metiendo ruido, pero bien, del que agita cabezas adelante y atrás. Y el viernes, Los Enemigos, eternos, hicieron su trabajo. Y lo mismo los que vendrán después, los dueños del futuro (ya presente): la energía imparable de las Ginebras y las canciones afiladas de Arde Bogotá, enormes el sábado de madrugada.
El Sonorama es indie, sí, pero (como se ve) hay más; abundan los treinta-curentañeros sí, pero también se ve mucha chavalería que lo gozó, por ejemplo, con el rapero argentino Trueno, o los vizcaínos Gatibu, un verdadero descubrimiento; es la noche que no acaba, pero también las mediodías tórridas en las calles de Aranda. Y es, sobre todo, el encuentro con la emoción, la búsqueda de aire y respiro en esta vida que, como cantaba Arde Bogotá, a veces es «tan putamente dura». Nos vemos el año que viene, como decían las letras de neón.