Sientes un tirón de pelo, suave, de esos que casi no se perciben, pero te giras hacia atrás porque algo has notado. Lo haces una vez y no observas nada extraño. Otra, porque vuelves a sentir lo mismo. Esta vez descubres medias sonrisas contenidas. Te mosqueas. Lo experimentas de nuevo. Y en esta ocasión al volverte tu gesto es de enfado. Te topas con risas generales. Era una broma. Podría ser hasta simpática, pero a ti no te gusta.
La escena podría producirse en cualquier contexto. Quizá entre tu pupitre y los de las filas de atrás. Podría ser en el cine, en un autobús, también en un campo de fútbol. Entre conocidos o no. Da igual el escenario. Cuando algo no gusta, por nimio, anecdóctico o gracioso que pueda ser para quien tiene la ocurrencia, cualquiera debe saber parar.
Y a eso se enseña, y se aprende, desde niño. Siempre escuché en mi casa esa frase básica y magistral, porque es para toda la vida, de no hagas a otro lo que a ti no te gustaría que te hicieran. Al final tiene que ver con la empatía, con ponerse en el lugar del otro, con distinguir cuando se molesta, y saber evitarlo.
Lo ocurrido en Vallecas hace unos días, cuando un menor, ya no tan niño, metió el dedo en el ano a Ocampos durante un partido, es inadmisible. Independientemente de entre quiénes suceda, de su edad y sexo, y del lugar en el que pase. Lo relevante es el comportamiento, intolerable siempre. El emplazamiento en el que ha discurrido proyecta, y también enturbia, mucho más la acción. Por eso el mensaje debe ser ejemplar, también para los menores. Porque no se trata de un tirón de pelo, imposible equipararlo a algo gracioso. Es tan delicado y serio que merece una reflexión y una enseñanza: la de ser consecuentes con nuestros actos siempre.