Hubo un tiempo -no demasiado lejano- en el que la comunicación de Oña estuvo en sus manos. La mayoría eran ellas, pero excepcionalmente en la villa también hubo ellos. Se encargaban de manejar con asombrosa rapidez los cables de la centralita de Telefónica para poner en contacto manualmente a los usuarios que querían establecer llamadas. Las telefonistas, operadoras o señoritas -como las llamaban- se convirtieron sin duda en las voces de una época.
Para conseguir el empleo tenían que superar varias pruebas: un dictado, resolver diferentes operaciones matemáticas y leer un texto. También pertenecer a un 'clan' numeroso, porque el contrato era de carácter familiar. El sueldo apenas superaba las 6.000 pesetas en la década de los 50 y principios de los 60 y se repartía entre todos los miembros.
Los hermanos Polo-Martínez fueron la tercera generación de los chicos del cable «después de doña Amelia y la familia Sáez-Plaza», recuerda Begoña. Ella y las dos mayores, Julita y Mercedes, el mediano, Antonio (que se marchó del pueblo a estudiar), y la quinta en concordia, María del Carmen, aprendieron un oficio que en la era de los móviles inteligentes ha caído en el olvido pero que en el siglo pasado resultó vital para el desarrollo de las comunicaciones.
A Inés, la pequeña de la prole Polo-Martínez, no le dio tiempo a colocar las clavijas. Merche, la segunda de la prole, vaticinaba que algún día se verían las personas a través de los teléfonos, y no se equivocó. Ella fue la única que contrajo matrimonio mientras trabajaba allí, y el día que se dio el sí quiero con Marcos salió de la centralita, su vivienda, acompañada de un gran séquito. «Nos dejaron librar y vino una compañera de Burgos a cubrirnos el puesto. La única vez, porque lo de descansar los domingos y disfrutar de las vacaciones no iba con nosotras, y no porque no quisiéramos…», deja caer la hermana mayor.
Las tres entrevistadas han cruzado el umbral de los 80 años; Begoña recalca que hace solo dos meses. Se instalaron en la casa de la central a finales de los 50 y permanecieron una década al servicio de los demás, 24 horas, 7 días a la semana. Ello hizo que se ganaran el cariño no solo de todo un pueblo, sino el de todos los que conectaban con ellas, incluidas sus compañeras, especialmente las de Briviesca, a las que todavía las une una bonita amistad.
Entre risas, pero sin soltar prenda, comentan que se enteraban de todo lo que pasaba en el pueblo y en los de alrededor, «cosas realmente fuertes que nunca hemos contado», aclara Begoña. «Oíamos y callábamos, discreción ante todo», interrumpe Julita. La central se ubicaba en la planta baja del edificio que hoy alberga el hogar del jubilado y la biblioteca, en la plaza del Mercado, conocida popularmente como la de Los Árboles. «¡Qué jaleo había siempre!», exclaman las tres al unísono.
(El reportaje completo y fotos actuales y antiguas, en la edición impresa de este miércoles de Diario de Burgos o aquí)