Primero es el silencio; después llega la invasión de la maleza; más tarde la ruina. Lo último -y definitivo- es el olvido. Así sucedió en Valdearnedo, donde todavía hoy puede leerse en la fachada de una casa ya desventrada la siguiente leyenda, que tiene mucho de narración mágica y todo de epitafio: Se deshabitó Valdearnedo en 1983. El último habitante fue Valeriano Martínez, su esposa Gripina y su bella hija Mª Luz. Valdearnedo es solo uno de los 65 pueblos de la provincia en los que ya, desde hace décadas, no vive nadie. Son los pueblos deshabitados, los pueblos arrollados por la emigración a la gran ciudad, los pueblos que mató la supresión del ferrocarril Santander-Mediterráneo, los pueblos a los que las administraciones dieron la espalda. Los pueblos que ya no pueden gritar su olvido ni reclamar atención porque en ellos ya sólo habitan fantasmas, porque en ellos ya todo es silencio.
Si bien es cierto que la mayor parte de estos pueblos se deshabitaron entre las décadas de los 60 y 80, en las dos últimas décadas otros pocos se han sumado a esta lista ominosa, caso, por ejemplo, de Opio (Valle de Mena) o Hierro (Merindad de Cuesta-Urria). También es verdad que se ha producido un hecho excepcional: uno de esos pueblos del silencio ha vuelto a la vida merced al tesón de una familia, que lo ha convertido en destino de turismo rural. Es el caso de Villalibado, pedanía de Villadiego, que se deshabitó en 1998 pero que hoy luce resucitado.
El imparable vacío. Son Las Merindades, en el norte de la provincia, donde se sitúa la mayor parte de los núcleos rurales abandonados, siendo La Bureba y Odra-Pisuerga comarcas también azotadas por este mal; desde la capital hacia el sur apenas se localizan unos pocos pueblos deshabitados. El modelo de sociedad rural se diluyó muy rápidamente en España. Demasiado: la gran transformación de una economía agraria tradicional en una sociedad industrial se produjo casi repentinamente, en un espacio de tiempo muy breve en comparación con países como Alemania, Francia e Inglaterra, que sí consiguieron mantener población en el marco rural. Esta es, según la mayoría de los expertos, la causa principal de la sangría poblacional del campo, a la que hay que añadir otra no menos importante: la falta de relevo generacional.
«Las consecuencias del despoblamiento y el abandono del patrimonio edificado se manifiestan en forma de deterioro general del capital territorial. Cuando se deshabita un pueblo se produce una pérdida sensible del capital natural por pérdida de la biodiversidad asociada a los usos tradicionales. Además es evidente y visible la merma de capital físico construido tanto en la degradación de los elementos edificados, como en las redes de manejo del territorio (bosque gestionado, bancales, canales, caminos, presas, puentes...). También son muy visibles las pérdidas en capital humano tanto por la emigración, como por el envejecimiento y por el despilfarro de la ‘sabiduría tradicional’. Por último, pero no menos importante, hay que citar la ruina del capital social, la desaparición de la capacidad colectiva de implantar y mantener una estrategia cultural de gestión de los recursos locales; una estrategia de uso y acoplamiento al territorio adaptada a sus condiciones particulares, que ha sido elaborada durante siglos de experimentación de prueba y error», recoge el ‘Informe sobre núcleos abandonados’ elaborado hace unos años por el Ministerio de Vivienda.
Para el escritor, investigador y etnógrafo Elías Rubio, autor del canónico Los pueblos del silencio y voz más que autorizada por conocimiento y por haber sido de las primeras en dejar por escrito ese clamor, el reciente lamento de la Laponia española llega tarde. «Me gusta más España vacía que España vaciada, porque esta denominación parece presuponer que fueron solo los gobiernos y sus instituciones los responsables de la despoblación, cuando fueron también los propios moradores de los pueblos los que se fueron a las ciudades por su propia voluntad en busca de nuevas oportunidades, y por encima de todo de un nuevo estilo de vida. Sé que esto puede resultar polémico para algunos, y para mí mismo, pero convendría reflexionar más sobre la cuestión, el fenómeno tiene muchas aristas. En mi opinión, tendría que pasar una hecatombe en las ciudades para que la gente que marchó, o sus descendientes, volvieran a repoblar los pueblos».
Con enorme dolor. Rubio recuerda haber sentido un dolor tremendo cuando recorrió la geografía burgalesa del silencio. «Pertenezco a una generación que conoció la vida de los pueblos cuando estos se encontraban rebosantes de vida, y al verlos vacíos, silenciosos y tan llenos de carencias, supe que estaban condenados para siempre. Intuí también que muchos otros iban a despoblarse, por las mismas carencias y ambiciones y porque sus habitantes eran ya testimoniales. Lo que no deja de ser algo normal, pues ¿cómo mantener con vida los más de mil doscientos pueblos que tiene la provincia de Burgos?, parece hoy una utopía», apunta.
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