«Aquí no se hace otra cosa que trabajar y rezar»

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Belorado
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El jueves se cumplió un mes del amotinamiento de las clarisas de Belorado y ese mismo día ellas aprovecharon para quejarse de que el bloqueo de sus cuentas por parte del Arzobispado les dejaba sin alimentos.

El encargado de recibir los pedidos en el convento mira a la cámara con gesto de pocos amigos. Probablemente esté cansado de tanta cámara. - Foto: Luis López Araico

Es jueves, 13 de junio. Se cumple un mes exacto del amotinamiento de las clarisas de Belorado que ha tenido como principal consecuencia un cisma eclesiástico con aroma a siglo XIV y el inicio de un conflicto jurídico y social que se prevé largo y erizado de complicaciones y que ha puesto en el mapa al pueblo de Belorado mucho más que su pertenencia al Camino de Santiago o su Museo Internacional de Radiocomunicación Inocencio Bocanegra.  Los alrededores del convento de las monjas amotinadas están tranquilos y solo el ruido del motor de un camión que llega perturba la paz de una mañana primaveral. Al volante, Miguel, que enseguida deshace el entuerto: a pesar de que en el rótulo del vehículo se anuncian helados con una pinta impresionante, revela que lo que trae a las mujeres y a sus invitados son varios paquetes de comida congelada. Unas cuantas horas después, las herejes del río Tirón se quejan en redes sociales de que el Arzobispado les ha bloqueado las cuentas y que pasan necesidades porque no pueden «comprar productos básicos para mantenernos, como alimentos». Un inmejorable ejemplo de posverdad, que el diccionario de la Real Academia de la Lengua define como «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales».

Tras evacuar la entrega de champiñones y otras verduras congeladas, el bueno de Miguel se aviene a contar qué es lo que ha visto intramuros. «Había una monja mayor y otra joven que iban y venían... Parecían algo tristes o puede que cansadas». Es comprensible. Llevan 30 días (hoy, 33) okupando lo que hasta entonces había sido su casa y el mundo -ávido de emociones fuertes y, por qué no decirlo, de un buen salseo- no les quita ojo. Han puesto patas arriba a la intocable Iglesia Católica. Se han empecinado en desobedecer nada menos que a un arzobispo y no lo han hecho por defender la justicia social, por parar un desahucio o contra el hambre en el mundo sino por el vil metal y haciendo muy poco caso de su nombre oficial que, para quien no lo sepa, es Orden de Hermanas Pobres de Santa Clara. Una pobreza cuando menos extraña esa que cuenta sus posesiones por conventos, visita notarios y se compromete a pagar altísimas cantidades mensuales por un inmueble. Es lo que comentan en el pueblo, donde quien más y quien menos pide a los periodistas que sigan la pista del dinero. Follow the money, que dicen los clásicos.

Menudo siglo XXI que llevan las clarisas. Porque hay que recordar que en 2010 ya tuvieron que reponerse de otra ruptura. Un grupo de alegres seguidoras de estas hermanas pobres, miraron a los ojos a sor Verónica Berzosa, sintieron la llamada, se enfundaron un hábito vaquero y le lanzaron una opa hostil a la obra de Francisco y Clara de Asís. Desde entonces son un instituto religioso femenino de derecho pontificio que atiende por Iesu Communio, que se mudó de Lerma a La Aguilera y que vende dulces y ramos de novia en un bonito local de la calle de la Paloma. En aquel caso, contaron con todas las bendiciones (y más) de lo más granado de la Iglesia Católica y un Te Deum en la Catedral, una diferencia abismal con las beliforanas, que se han puesto bajo las órdenes de un excomulgado ultramontano que gusta de placeres mundanos y que no reconoce ningún papa desde Pío XII, que ya es. Se hace necesario recordar, además, que Pablo de Rojas, el 'encargao' de la Pía Unión de San Pablo se llama a sí mismo duque imperial, príncipe elector del Sacro Imperio Romano Germánico y cinco veces grande de España. Le falta decirse Más Bonito que un San Luis.

«Por lo menos si se hubieran amotinado contra la Iglesia y se hubieran organizado ellas solas tendrían mi simpatía. Pero solo han cambiado a un arzobispo por otro», firma una mujer que se acerca a la verja del convento porque ha llegado a Belorado a hacer unas gestiones y no ha querido quedarse con la curiosidad. Poco ve. Tan solo un trabajador tocado con un sombrero parecido al que utilizan los apicultores para no ser atacados por las abejas y que él usa para no achicharrarse, pues el sol pica ya. El hombre, que ha abierto al camión de las vituallas y le ha vuelto a cerrar, no dice ni mu y se le ve ahíto ya de tanto periodista. 

Junto a la cancela y al lado del cartel de 'propiedad privada, prohibido el paso' hay otro con un teléfono para llamar si se lleva alguna entrega porque el torno está «cerrado temporalmente». No es una entrega lo que este periódico lleva, sí muchas ganas de saber cómo están las monjas, así que nos lanzamos a teclear. Sale el buzón de voz. Al segundo devuelven la llamada. «¿Traen algún pedido?- No, queríamos hablar con José Ceacero. -No, no sabemos cuándo les podrá atender. ¿Y sor Isabel se puede poner? -Está ocupada. ¿Y sor Sión?, preguntamos ya, quemando todas nuestra naves. -También está ocupada. Aquí no se hace otra cosa que trabajar y rezar», contesta una voz de mujer firme pero también dulce y con un poco de sorna. Lo mismo era la propia superiora.

Mientras las clarisas no paran de  laborar, orar, recibir comida congelada y enviar comunicados, en Belorado la vida sigue. Un hombre, que no quiere identificarse, detiene su furgoneta y sale a contar lo cabreado que está con las monjas, pues tanto su padre como él las ayudaron siempre a cuidar del huerto sin cobrarles un duro y nunca se hubieran imaginado que se iban a dejar «comer el coco por una secta». Otro, que va paseando, afirma que él no es creyente y que lo que les pase a esa gente, ni frío ni calor. En la carnicería, una mujer mayor se despendola y especula, entre las risas generales, sobre la posibilidad de que las cosas hayan podido llegar a mayores entre las religiosas y sus convidados. Ejem.

El grupo de amigas del café a las 12 en el Etoile sigue su rutina comentando que en calidad de miembros de la asociación de amas de casa de la localidad siempre echaron una mano a las clarisas cuando lo necesitaron, sobre todo cuando venían a comer los miembros de una asociación llamada Amigos de las Clarisas o  Amigos de Belorado -no lo recuerdan bien-, algo que ocurría una vez al año pero que desde la pandemia dejó de hacerse. «Alguna vez vino Jaime Mayor Oreja, que debe tener una sobrina clarisa», afirman entre todas. Aquellos almuerzos eran sencillos, comida casera, patatas con chorizo... Eran otros tiempos, muchos más fáciles. Probablemente, alguna monja de las encerradas los añore y se pregunte en qué momento se les fue todo de las manos.