Pocas horas después de recoger su primer premio Max, los más prestigiosos de los que se dan en las artes escénicas españolas, Mariano Marín habla más entusiasmado de la oportunidad que esta cita le ha brindado de visitar su pueblo, Pradoluengo, tras dos años sin pasar por allí que de la estatuilla recibida en la gala celebrada la noche del lunes en el Teatro Arriaga de Bilbao, bajo la dirección del mirandés Calixto Bieito. Charla mientras pone una lavadora y piensa en todo el trabajo que le queda por delante. ¿Y el galardón? Bien, gracias.
«Es un esfuerzo -ríe- para los que no nos gustan las multitudes y los eventos, pero se compensa. Y si no me hubieran dado el premio también me vería bastante recompensado con haber podido ir a mi pueblo y darme los paseazos que me he pegado por el monte», suelta ya desde Madrid, donde este pradoluenguino del 59 se trasladó hace ya un porrón de años en busca de su sueño de hacer música para el cine y donde ha acabado encontrando su lugar en el teatro, con una larga lista de espectáculos a los que ha musicado, sin olvidar la creación para la gran y pequeña pantalla.
Marín confiesa que no se esperaba la victoria. Escuchar su nombre como ganador del Max a Mejor composición musical para espectáculo escénico por Con lo bien que estábamos (Ferretería Esteban) le pilló desprevenido. Salió a la palestra sin chuleta y sí con muchos nervios. «Pensaba que no me lo iban a dar, estaba casi convencido, y cuando dijeron mi nombre salí y me pongo tan nervioso que no sé ni lo que digo», anota sabedor de que «es algo cutre» por su parte. «Debería preparármelo por si acaso». Pero no lo hace. Y en la ronda de agradecimientos se olvidó de su mujer, Paz, y su hija, Carmen, además del iluminador del montaje, David Picazo, al que también quería dedicárselo. Sí se acordó de sus compañeros de la compañía, de los pianistas que tocan en la función (Néstor Ballesteros y Lola Barroso), de los músicos de la orquesta de la ceremonia, «porque lo hacían muy bien, toda la gala estuvo genial», y, por supuesto, de la Banda de Pradoluengo, donde él empezó a moverse entre corcheas a los nueve años tocando el clarinete.
Se mantiene latente ese regreso al monte en Pradoluengo, pero poco le ha durado la resaca de la manzana con antifaz. Nada más llegar de la capital vizcaína solo pensaba en meterse en el estudio. «De vuelta a casa, siento mucha tranquilidad y ganas de ponerme a currar que tengo, no sabes la que tengo», enfatiza divertido el compositor acuciado por el calendario. «Tengo que apretar porque la semana pasada, entre una cosa y otra, estaba bastante despistado y ahora no me queda margen, tengo que tirar para adelante», señala sin poderse quitar de la cabeza su próximo estreno, El perdón, una propuesta de danza de Chevi Muraday.