«¡Ay, el mar, qué cosa más grande!», exclama Teresa en su sofá, del que a sus 98 años se levanta con agilidad. La misma que mentalmente le retrotrae a aquel junio de 1935 que recuerda con la nitidez de los momentos inolvidables de una vida, una larga vida, de los días marcados en rojo en el calendario de la existencia: la excitación de la boda, la emoción del nacimientos de sus 8 hijos, la tristeza de las muchas, demasiadas, despedidas; la alegría por un nuevo nieto, 17 ya; la esperanza de conocer al biznieto que viene en camino, también el número 17 de esta gran familia, y la impactante impresión del día que descubrió el mar.
Su hermana Aurora y ella, madrugaron aquella mañana. «Se levantó mi tía para hacerme las trenzas», recuerda, porque tenía -y tiene- mucho pelo y siempre lo llevaba recogido. Estrenaron vestido, las dos iguales, y de un blanco inmaculado se fueron al autobús que recogió a los niños de las escuela de Villacienzo y junto con los de Vivar delCid y Ubierna les condujo hacia el primer gran descubrimiento de sus vidas.
«Agua, agua y agua». A Teresa se le agrandan los ojos y su mirada se proyecta hasta el infinito al evocar aquel viaje. «Me acuerdo que estuvimos en elAcuario, en el Faro y la playa», relata Teresa.«Había unos bichos más grandes, más feos...», explica para regocijo de la familia, que goza de su buena memoria -«he hecho muchas cuentas de cabeza»- y de un talante que no pierde ni cuando le vacila algún nieto. «¿Pero había autobús, abuela?», le preguntan con sorna.
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