La verde y cuidada campiña está escoltada por altísimos árboles que crean pequeños bosques entre los que discurre armónicamente una senda. Es un espacio tranquilo, que invita a la reflexión sosegada, al silencio, al privilegio de la contemplación de la naturaleza. Hay muchos rincones así, es cierto. Sin embargo, este lugar enclavado en un vallejo atesora un halo mágico: en él hay algo distinto que convierte esa naturaleza en un cosmos especial, aún más sugerente, más puro y primitivo. Da la impresión de que primero fueron el hierro y la piedra, y que los árboles, la hierba, los arbustos, y hasta el cielo y las nubes, llegaron después, ahormándose a las esculturas que se reparten por toda la pradera. Se diría que en el Museo Chillida-Leku la naturaleza imita al arte y no al revés.
Que las obras esculpidas que dotan de sentido y convierten este espacio en un lugar de un telurismo sobrecogedor existieron antes que el propio paraje; como si antes de que ninguna otra cosa existiera hubieran sido incrustradas allí, como semillas de un sueño. Así de genial fue Eduardo Chillida, de quien se celebra este año el centenario de su nacimiento; un artista, el vasco, que hizo oblación de su vida para legar a la humanidad cientos de obras únicas e inolvidables, en cuyo museo al aire libre se encuentra la quintaesencia.
El totémico artista tuvo una íntima relación con Burgos a partir de la década de los 70, época en la que, a instancias de un crítico de arte, adquirió un antiguo molino, conocido como 'El Colgao', en un aislado paraje llamado Los Vados, cerca de Castrillo de la Reina. Fue amor a primera vista. El escultor llevaba tiempo buscando un lugar alejado del País Vasco, a ser posible en la meseta, en el que refugiarse, en el que descansar, en el que poder seguir reflexionando sobre su obra, sobre cómo seguir dibujando el vacío, dominar el aire, amaestrar el viento y todo lo inasible.
(El reportaje completo y más fotografías, en la edición impresa de este domingo de Diario de Burgos o aquí)