«Si existe la pena de muerte, alguien tiene que aplicarla», dice con aplomo y pragmatismo Pepe Isbert en su inmortal papel de Amadeo de la película El Verdugo, cinta cumbre del cine español que cumple ahora medio siglo de existencia. Cuando Berlanga y Azcona se pusieron manos a la obra para escribir ese tratado tan feroz como piadoso, tan universal como inagotable, acudieron a las mejores fuentes y se empaparon de las vidas de aquellos administradores de justicia, heraldos de la muerte. Cómo no, supieron de la existencia de uno de los más famosos ejecutores de España; una leyenda y un referente entre los que, en 1964, cuando se rodó la película, se dedicaban a tales menesteres.
Era burgalés, se llamaba Gregorio Mayoral Sendino y era considerado un estilista en dar garrote vil, uno de los verdugos que mejor y con más habilidad enviaba al otro mundo al reo de turno. Un hombre, por lo demás, muy serio en su trabajo. Muy profesional. Y, como el personaje de Amadeo, muy digno y muy convencido de que el desempeño de esta labor era del todo natural. Un filón para esos genios que eran Berlanga y Azcona, que debieron frotarse las manos leyendo la entrevista que en una ocasión le hiciera el periodista José Samperio al que durante décadas fue verdugo titular de la Audiencia de Burgos, donde el ajusticiador exhibió por igual campechanía y impasibilidad.
Interrogado por el reportero a propósito de su condición de verdugo, Gregorio Mayoral Sendino, que fue conocido como ‘El abuelo’ por los administradores de justicia (espléndido eufemismo) más jóvenes, respondió que él sólo cumplía órdenes, y que era más grave la sentencia que el cumplimiento de la misma, lo que viene a ser una afirmación idéntica a la que encabeza este reportaje y que Berlanga y Azcona pusieron en boca de Amadeo en la conversación que éste tiene con su futuro yerno, el aterrado José Luis al que quiere ‘pasar los trastos’. Ese diálogo impagable, que gira en torno a la pena de muerte, tiene perlas como ésta: «Me hacen reír los que dicen que el garrote es inhumano. ¿Qué es mejor, la guillotina? ¿Usted cree que se puede enterrar a un hombre hecho pedazos?».
Como el personaje de ficción, el burgalés se tomó siempre muy en serio su trabajo. Tanto, que llegó a introducir mejoras en su siniestra máquina de matar con el único fin de que humanizara, en la medida de lo posible, el cumplimiento de la pena capital. Diestro como nadie en el arte de dar matarile con la argolla, y siendo reclamado aquí y allá por su enorme periciba, Mayoral Sendino solía llevarse siempre sus propias herramientas, que portaba, como él decía, en una funda que llamaba con no poco sentido del humor negro ‘guitarra’.
La naturalidad con la que Amadeo se refiere a lo largo de la película a su condición de matarife es la misma con la que Gregorio explicaba cómo enviaba al infierno al infeliz condenado: ««No hace ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada; es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos...». Al burgalés su oficio de mal agüero jamás le dio cargo de conciencia alguno. Ni pesadillas. Más al contrario. En la citada entrevista reveló que sólo en una ocasión se le había alterado el sueño en relación a su papel de verdugo: «Yo tengo la conciencia tranquila y duermo como un lirón. Solamente una vez soñé que ahí enfrente estaban despidiendo a uno y me pareció muy raro que no fuera yo el que manejaba el aparato. Creí que me habían dejado cesante».
Casos sonados. A lo largo de su dilatada carrera profesional Mayoral Sendino envió al otro mundo a decenas de personas. Además de su primera ejecución, que tiene que ser por fuerza inolvidable y que tuvo como infeliz protagonista a un cabo llamado Domingo Bezares, quien había asesinado de un sablazo a un joven recluta al que después había lanzado al Ebro en la ciudad de Miranda, el verdugo burgalés protagonizó dos ejecuciones famosísimas que contribuyeron a su fama: fueron las manos de Mayoral las que dieron muerte al anarquista Angiolillo, asesino del presidente Cánovas del Castillo; y fue el verdugo burgalés quien, junto a otro llamado Casimiro Municio, dio garrote a los tres condenados por el asalto y asesinato de dos personas en el conocido como ‘Crimen del Expreso de Andalucía’, hecho sucedido en 1924 que conmocionó a toda España.