Ángel es como ese colibrí que cuando todos los animales huyen del bosque en llamas, él va y viene ante el asombró de sus ‘vecinos’ que le llaman loco, pero que acaban preguntándole por qué va hacia el fuego. «Voy al lago, tomo agua con el pico y la echo al fuego para apagar el incendio. ¿Crees que vas a poder apagarlo con el pico tu solo?». No, responde el colibrí, «yo sé que solo no puedo, pero tengo que hacer mi parte». Esta fábula guía la vida de este hombre, quizás porque desde joven perteneció al movimiento Scout, donde aprendió a no permanecer impasible, sino a contribuir aportando su parte, a no dar la espalda a la posibilidad de hacer algo.
Esa máxima la hace extensiva a todos los aspectos de su vida, esté tras la barra del establecimiento familiar en San Juan de Ortega, charlando con los peregrinos que llegan cansados pero a quien siempre les viene bien conversación y en más de una ocasión otro tipo de ayuda, o cuando hace las maletas tras el verano y se marcha a los campos de refugiados sirios para ayudar, enseñar y formar a tantos hombres, mujeres y niños, sobre todo niños, que han tenido que huir de sus países a una tierra donde a veces no son bien recibidos y donde tienen que afrontar miles de vicisitudes cada minuto del día. Para él no hay diferencia, él se considera hostelero y voluntario a partes iguales, pero respecto a esto último dice «ya no sé si esto es una cuestión de voluntariado o si es una forma de vida, una manera de estar en este mundo», para añadir que no concibe su existencia de otra manera. «Haz lo que puedas porque hay muchas razones para hacer algo», es uno de sus lemas, como lo es también: «Trata de aportar algo, de poner tu parte, de intentar dejar el mundo mejor que lo encontraste».
A sus 44 años, lo que tiene bastante claro es que ha encontrado su sitio, que no es otro que en el pueblo de su padre, San Juan de Ortega, junto al santuarios que conserva los restos del santo de Quintanaortuño, y donde los peregrinos encuentran uno de los lugares más atractivos del Camino de Santiago. El no nació en el pueblo, sino en Burgos, donde realizó sus estudios, incluido Imagen y Sonido, pero lleva empadronado en el pueblo desde que «tengo uso de razón», y recuerda los felices veranos en la casa de los abuelos.
Tras acabar los estudios, durante 8 años trabajó en una Televisión local, pero la hostelería la había mamado desde que era adolescentes porque en 1992 sus padres deciden arreglar la casa familiar e instalar el bar- restaurante Marcela, «y como era habitual en estos negocios, los hijos ayudábamos, aunque a decir verdad, a mi el bar no me gustaba mucho», reconoce. Más tarde, hacia 2008, su hermano se embarcó en la casa rural La Henera. Así que cuando las cosas en la TV no eran las más propicias para pensar en una estabilidad familiar, «en mi propio proyecto de vida personal», lo sopesó, habló con él y dio el salto para vivir entre peregrinos, donde es feliz. «El Camino y San Juan de Ortega han cambiado muchísimo y los propios peregrinos, ante eran fundamentalmente alemanes y franceses, ahora, también anglosajones, brasileños, japoneses, coreanos... «Un punto de inflexión supuso la película de Martin Sheen y su hijo, Emilio Estévez, The Way, en 2010», explica, sin olvidar la declaración como Patrimonio de la Humanidad.
La presencia de peregrinos ha ido en aumento cada año, hasta que la covid entró en nuestras vida. José Ángel reconoce que 2020 ha sido duro y este año también lo está siendo para el negocio, solo espera que la crisis pase y regresen los peregrinos que dan un sentido especial a su vida. «No es solo estar en un bar, es vivir un ambiente diferente, un espíritu de gente, extranjeros o nacionales, un contexto muy diferente al que tienes en la ciudad. El Camino enriquece a los que vienen y a los que estamos, pero al final, las personas son iguales aquí que en otros lados», reconoce y añade que «en definitiva, la ruta demuestra que en el mundo no hay fronteras, solo las que nos queramos poner nosotros». Él, por supuesto, no se pone ninguna.
La propia situación de crisis sanitaria le impidió también cumplir su faceta en el voluntariado, y el año pasado no pudo viajar a los campos de refugiados sirios como en tres ocasiones antes, a Katsiká, en Grecia. Lo ha hecho de la mano de la alianza entre la ONG Pangea Solidaria, que asumía la gestión de los recursos económicos, mientras los humanos recaían en Scouts Castilla y León, movimiento al que pertenece desde joven y en el que ha aprendido los valores que guían su vida con una gran base, hacerlo a través del juego, del debate, el coloquio y una pedagogía que lleva a la acción-reflexión-acción. Actualmente se encarga, dentro de la Federación regional, de organizar los proyectos formativos para responsables y los encuentros en todas las provincias donde hay Scouts en activo. Todo ello le ha servido en su labor de voluntariado con los refugiados. 2016 fue el primer año y montaron la estructura en dos meses; en julio, con la furgoneta cargada, los voluntarios partían para Grecia, aunque él no fue hasta noviembre, al acabar la temporada fuerte en el bar. La experiencia le impactó y, sobre todo, le enriqueció más aún tras 2 inviernos más allí.
En Katsiká había unos 1.000 refugiados en tiendas de campaña, después se montó otro campamento con construcciones de ladrillos, con una comunidad de refugiados multinacional. Su trabajo se ha centrado fundamentalmente con niños y jóvenes, en formación de idiomas, valores, talleres sobre diversos temas o salidas en excursiones fuera del campamento, y en darles esperanza. «Pero luego está la otra cara que vives, la de ver a la gente fuera de su tierra, perder su identidad, que los Estados miren hacia otro lado, y estar casi convencido de que será difícil que encuentren su sitio», se lamenta. «Ves a los padres con su prole, ellos no tienen futuro, solo quieren sobrevivir para que lo tengan sus hijos, que aprendan un idioma, sepan moverse; éstos son esponjas, pero no será fácil», dice y añade: «Seguro que volveré».