Allí todo son ruinas, maleza y silencio. El tiempo, como una tromba de silencio sucio, que cantó el gran poeta Tino Barriuso, ha ejercido su dictadura; ha impuesto su dominio sin ninguna piedad: la naturaleza avanza inexorable en esos caseríos en los que ya no late la vida desde hace tantos años, y el expolio se ha sumado a la degradación de esos lugares. Cuando la vida se aleja, todo es decandencia y muerte. Y olvido. El oasis que siempre constituye el verano -especialmente durante el mes de agosto- en el mundo rural, cuando súbita y temporalmente se llenan los pueblos hasta el punto de multiplicar (en ocasiones de modo desorbitante) su población, no puede ocultar la realidad que afecta, y cada vez de una forma más salvaje, a la provincia de Burgos.
Esa continua sangría, esa despoblación rampante, es imparable. Al margen de casos extraordinarios como el reciente de Bárcena de Bureba, que ha sido adquirido por unos holandeses con la promesa de su repoblación -y aunque haya otros como Valdearnedo, que se venden en subasta con la esperanza de un mismo destino-, la realidad, siempre empecinada, siempre obstinada, es cada año más terrible. Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), más de 60 pueblos de la provincia están deshabitados y condenados al más absoluto de los abandonos. Por desgracia, esa cifra irá aumentando.
Existe un referente esencial en la historia de la despoblación en Burgos que se llama Los pueblos del silencio, obra canónica de Elías Rubio que está a punto de cumplir 25 años. Se trata de un libro de enorme valor etnográfico que recoge, con todo lujo de detalles, no sólo la negra, ominosa y triste lista de los pueblos que, en el año 2000, ya no tenía habitantes, sino de sus orígenes, sus tradiciones y todos los datos alusivos a su historia hasta que les tocó el final, hasta que el último habitante cerró la puerta invisible del pueblo y apagó su luz para siempre. Esa lista tiene plena vigencia, aunque existen casos maravillosos como los de Cortiguera (cuya fotografía ilustra la portada de este libro imprescindible), Tamayo (cerca de Oña) o el citado Bárcena de Bureba que, en estos años, han resucitado siquiera levemente con nuevos pobladores.
El caserío languidece en el imponente paraje de Las Torcas. - Foto: PatriciaPero, también, está el envés sombrío, la cara oculta de esa singular primavera: aunque se podría quitar de esa lista algún núcleo, otros muchos se han sumado a ella. Por poner sólo dos ejemplos recientes: Hierro y Casares, ambos ubicados en la Merindad de Cuesta-Urria, han perdido en los últimos años a sus dos últimos y heroicos moradores: Miguel y Abilio, respectivamente. Con esa pérdida de población, ese silencio que cae sobre aldeas como Hierro y Casares, se extingue la vida, pero también la memoria y la manera que tuvieron sus gentes de estar en el mundo. Se pierden las tradiciones, se pierden las fiestas, se pierde el recuerdo de lo que una vez fue.
Estamos seguros de que si Elías Rubio se planteara una revisión actualizada de su fundamental Los pueblos del silencio, le costaría mucho aceptar el desafío no tanto por la ingente capacidad de trabajo que atesora un proyecto así, sino por el profundo dolor de corazón que para él supondría confirmar que aquella sangría es una hemorragia, incontenible, que no tiene fin. Primero fue la emigración a la gran ciudad (a las grandes ciudades); más tarde, decisiones de la administración como la supresión del ferrocarril Santander-Mediterráneo, que dejó heridos de muerte a los pueblos que aún mantenían viva la llama de la vida. La mayor parte de estos pueblos se deshabitaron entre las décadas de los 50 y 80, época en la que se produce, en palabras de Sergio del Molino, autor del maravilloso ensayo La España vacía, el 'Gran Trauma', el inicio de la brutal despoblación.
Pero en las dos últimas décadas, incluyendo las primeras de este siglo XXI, otros se han sumado a esta lista ominosa. Son Las Merindades, en el norte de la provincia, donde se sitúa la mayor parte de los núcleos rurales abandonados; le siguen La Bureba y Odra-Pisuerga, comarcas también azotadas por esta epidemia; desde la capital hacia el sur apenas se localizan unos pocos pueblos deshabitados. El modelo de sociedad rural se diluyó muy rápidamente en España. Demasiado: la gran transformación de una economía agraria tradicional en una sociedad industrial se produjo casi repentinamente, en un espacio de tiempo muy breve en comparación con países como Alemania, Francia e Inglaterra, que sí consiguieron mantener población en el marco rural.
Esta es, según la mayoría de los expertos, la causa principal de la sangría poblacional del campo, a la que hay que añadir otra no menos importante: la falta de relevo generacional, como demuestran tanto los datos como reportajes que este mismo periódico lleva años ofreciendo a sus lectores.
Terribles consecuencias. «Las consecuencias del despoblamiento y el abandono del patrimonio edificado se manifiestan en forma de deterioro general del capital territorial. Cuando se deshabita un pueblo se produce una pérdida sensible del capital natural por pérdida de la biodiversidad asociada a los usos tradicionales. Además es evidente y visible la merma de capital físico construido tanto en la degradación de los elementos edificados, como en las redes de manejo del territorio (bosque gestionado, bancales, canales, caminos, presas, puentes...). También son muy visibles las pérdidas en capital humano tanto por la emigración, como por el envejecimiento y por el despilfarro de la 'sabiduría tradicional'. Por último, pero no menos importante, hay que citar la ruina del capital social, la desaparición de la capacidad colectiva de implantar y mantener una estrategia cultural de gestión de los recursos locales; una estrategia de uso y acoplamiento al territorio adaptada a sus condiciones particulares, que ha sido elaborada durante siglos de experimentación de prueba y error», recoge el 'Informe sobre núcleos abandonados' elaborado hace unos años por el Ministerio de Vivienda.