Heredó de su padre la pasión por la naturaleza, en la que se siente imbricada, un átomo más al albur del azar del aire y de la tierra, una brizna de hierba. Escuchándola o leyéndola se diría que del universal e inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente, además de la sangre, el apellido y el orgullo de hija, atesora Leticia el don de transmitir su mensaje: cada una de las palabras que expresa destila tanta precisión como hondura, tanto hechizo como belleza. Tanto amor. La segunda de las tres hijas del gran naturalista burgalés acaba de publicar Tocar tierra (Espasa), libro en el que vuelca de una forma íntima sus reflexiones como jardinera y floricultora. Es Leticia Rodríguez de la Fuente (1969) una pionera: hace unos pocos años que puso en marcha, en ese desconocido Edén que es la Alcarria guadalajareña, en el Valle del río Ungría, una granja de flores que cultiva de forma orgánica con mimo y entrega, como si no existiese nada más. Ni tan siquiera el tiempo.
El libro que acaba de ver la luz está dedicado a su padre -«Tan lejos y sin embargo tan cerca»-. Admite que él ha sido y es su inspiración. «Está presente todo el tiempo. Desde que decidí lanzarme de cabeza a este proyecto, mi sentimiento más interno es que él está dirigiendo la orquesta, apoyándome, ayudándome a que todo fluya. Mi diálogo interno siempre es con él». Reconoce que jamás pensó escribir libro alguno, y que tuvo sus reticencias cuando se le planteó la posibilidad, pero la luminosa presencia de Félix constituyó un impulso, un aliento. «La verdad es que me paso el día hablando con mi padre. ¡Hasta le dije que en menudo lío me había metido! Pero vaya si me ayudó: el libro se escribió solo». Evoca Leticia el influjo paterno. «Lo de papá era amor por la vida expresado en la naturaleza. Él nos transmitió ese amor. Me crie asilvestrada, cazando con halcones...». Sin embargo, fue su tío Enrique, botánico y farmacéutico, quien le transmitió el amor por las plantas y las flores. «Nos llevaba a visitar un árbol centenario como si fuéramos a ver la Catedral de Burgos».
Emprendedora, viajera, autodidacta, reconoce Leticia, ha sido entre plantas y flores donde ha encontrado su lugar en el mundo. «Es un sentimiento, una sensación vital. Tengo un jardín maravilloso que es mi vida, que me ha reconciliado con la vida y conmigo misma». La muerte de su padre, cuando ella contaba con diez años, supuso un terremoto emocional terrible para ella. Así lo confiesa en Tocar tierra: «Desencadenó, entre otras muchas cosas, una época infernal, en la que me obsesionaba todas las noches, nada más apagar la luz, con la idea de la eternidad. Me resultaba insoportable pensar que, al ser eternos, nunca se acabaría esta historia». Luchó a brazo partido contra esa idea, convertida en «monstruo» en su cabeza, como una enfermedad antigua, un parásito. «Escribiendo estas páginas desde el lugar en el que me encuentro, ahora entiendo perfectamente que lo que esa niña ansiaba era quietud. Una quietud que entendía como liberación. Lo que no sabía es que la encontraría en la tierra. Esa inteligencia que nos trasciende, que sabe lo que necesitamos en todo momento, y nos lleva, si nos dejamos, donde tenemos que estar, me ha traído a duras penas a estas tierras a cultivar mi jardín, pero, sobre todo, a libar el néctar de mi quietud», escribe.
La portada del libro de Leticia Rodríguez de la Fuente, 'Tocar Tierra', entre flores. - Foto: JeosmLo de mi padre era amor por la vida expresado en la naturaleza. Él está presente en mí todo el tiempo. Siento que me apoya y me ayuda»
La relación que tiene Leticia Rodríguez de la Fuente con sus plantas y sus flores, que ocupan toda una hectárea, es «de entrega absoluta. Cuando no estoy en mi jardín estoy deseando volver; y cuando estoy, no puedo parar, siempre estoy pendiente de ellas. Sé dónde tengo cada planta. Me las sé de memoria; sé lo que necesita cada una de ellas: si necesitan agua, si están enfermas, si no están contentas... Tengo una relación maternal con ellas. Son mis hijas. Y yo, la madre que las nutre, las cuida, las protege, las respeta y las deja también hacer su vida, porque sé que ellas tienen un proceso que no es igual que el mío. Yo estoy ahí para apoyarlas».
Confiesa que las habla, como hace con sus perras o consigo misma. Y que las plantas y las flores le devuelven mucho, esa quietud de la que habla en el libro. «Me dan paz, mucha paz. Además de que me entretienen, porque amueblan mi vida. Siempre estoy aprendiendo con ellas, descubriendo cosas. Pero por encima de todo me dan paz. Cuidarlas me retroalimenta, me coloca en mi sitio, me ancla. La dedicación es total. Pero no me canso. Me pierdo en el huerto o en el jardín y se me pasan las horas sin enterarme. No me acuerdo ni de comer. Desaparezco. Es algo increíble. Es un fluir constante. No tengo la sensación de agotamiento, es como si estuviera haciendo meditación con la acción», explica.
Se mimetiza Leticia en su lugar en el mundo. «Es difícil explicar qué fenómeno neuronal se produce, pero siento algo parecido, que también me ha sucedido escribiendo el libro». Ha desnudado su alma en esta obra, que es una suerte de manual botánico traspasado por su experiencia vital; una obra en la que ella es, a la vez, narradora y protagonista pero sin quitar un ápice de importancia a las flores y a las plantas. «Puestos a escribir un libro, me exigí. No estaba dispuesta a hacer algo mediocre o un libro al uso». Le salió un retrato íntimo, de alguna forma una suerte de catarsis que ha resultado liberadora. «Creo que lo necesitaba. Haberme desnudado de esa manera me da cierto coraje, pero, por otro lado, siento que puede llegar a gente que se sienta identificada con lo que cuento».
Tengo una relación maternal con mis plantas. Las nutro, las cuido, las protejo, las respeto. Y ellas me dan paz, me colocan, me anclan»
«La Tierra sana». Rodeada de flores, con las dalias como su ojito derecho, afirma Leticia que la tierra sana. «A mí me ha sanado. Trabajar la tierra implica valores que sanan: la paciencia, la aceptación, la satisfacción... Se proyecta la imaginación porque el proceso es lento, no se manifiesta de un día para otro. Todo eso, en vez de generar un vacío existencial, te va alimentando el alma y dota de sentido el trabajo y la vida». Cree, también, que esa especial relación con estos seres vivos tan especiales le ha ayudado a conocerse mejor. «Lo mío está siendo un proceso de vaciamiento personal. En mi juventud estaba llena de mí; a medida que me voy haciendo mayor cada vez estoy más vacía de mí. La vida nos vive más a nosotros que nosotros a ella, aunque nos creamos sus dueños. Y esto me ayuda a ser consciente de que formo parte de un engranaje brutal en el que soy cocreadora de mi realidad, pero no su autora. Todo está interconectado. Soy un eslabón más, y conseguir participar de la vida con un punto de distancia en el que te sientes también observadora de este gran espectáculo hace que te quites un gran peso de encima. Casi nada depende de nosotros. Y eso es una liberación increíble. A mí llegó a agotarme la vida. Y ya no me sucede», concluye.