Lejos de esconder la edad que tiene -va camino de los 78- Inés Praga la exhibe como un regalo, y, de hecho, el número aparece en la primera línea del prólogo de la recopilación de textos que acaba de publicar en una edición no venal titulada Tiempo de otoño. Sus páginas reúnen todas las columnas que ha escrito en Diario de Burgos desde 2021, colaboraciones en otros medios como la revista Hypérbole o La Nueva España y otros apuntes sobre la relación con uno de sus grandes amores, la Universidad de Burgos (UBU) donde dio clase durante décadas y fue catedrática de Filología Inglesa y en la que ahora hay un aula que lleva su nombre. «Hacer años es un hito que hay que divulgar porque si nos hacemos invisibles a partir de los 50, no te digo a los 70... Así que cuando me ofreció Álvaro Melcón escribir una columna me pareció una extraordinaria prueba de confianza en una mujer con edad de cuidar nietos -algo que hago encantada, ojo- pero absolutamente fuera de toda valoración».
Siempre ha escrito esta asturiana de Langreo. En diarios, en cuadernos, en servilletas de papel, en el forro de un libro... ¡incluso en la mano! «Y lo hago sin ninguna intención de inmortalidad. Creo en la escritura porque no fui al colegio, mis padres consideraban que hacía mucho frío en Asturias y mi formación fue matemáticas, leer y escribir... y tocar el piano... ¡He salido normal de milagro!», rememora con mucha ironía, esta mujer, que es la alegría de vivir, que es pura, que es divertida y cuya risa alivia los males al momento.
«Escribo para entender lo que me pasa. Si tienes confusión, estado de ánimo bajo o muy alto o, simplemente, alborotado, la escritura serena, calma, posa, sedimenta y luego te lees y sabes lo que te ocurre. De todas las actividades que tengo en la vida ninguna es tan cómplice para mí como esta escritura íntima, naturalmente solitaria y naturalmente anónima», apunta.
Pero esas letras tan privadas saltaron en un momento dado al principal periódico de la provincia. «Cuando se me ofreció escribir una vez al mes me planteé si sería capaz de compartir esa voz personal que había tenido siempre, modesta y anónima. La exposición no me asusta porque he sido profesora muchos años y me gusta hablar en público. Y aunque sé que a una columna no puedes llegar con la pátina de catedrática o de que has leído mucho o sabes citar bien -sería patético- dije que sí, pero esa noche no dormí pensando si podría recuperar esa voz y que sin dejar de ser la mía hablara por mucha gente. Me puse al gran Bob Dylan de fondo y me dije ¿Quién me va a parar a mí? También le dije a Álvaro que sí pero que se sintiera libre para echarme de la noche a la mañana, sin violencia, pero sin disimulo», bromea.
Por supuesto que eso no ha pasado. Más bien al contrario, su periodicidad en estas páginas es ahora quincenal y esa voz suya sí parece hablar por mucha gente «no con la grandeza de Dylan sino expresándome como lo hacemos todos en un bar, en la cola del supermercado o en la sala de espera del dentista». Y aun así el miedo, el síndrome de la impostora no la abandonaba. Lo cuenta de forma muy cómica: «Seguía esperando esa llamada que interrumpiría mi colaboración como los ministros esperaban al motorista de Franco que iba a cesarlos, con temor de escuchar aquello de 'se agradecen los servicios prestados'». Superado el susto, sigue dedicando más tiempo a pensar su columna que a escribirla, dice que habita en ella y que se la pasa «buscando tema» e interesándose por la vida para retratarla. Nada menos.