Están al caer las temidas pruebas de Selectividad, así que más de una y más de dos universidades andarán tentadas estos días de pedirle prestado al profesor madrileño Guillermo Pacheco el ingenio que ha ideado para detectar durante los exámenes el uso fraudulento de pinganillos, esos artilugios electrónicos, cada vez más sofisticados, que permiten a algunos alumnos taimados despachar con éxito toda suerte de convocatorias, con o sin el concurso de un compinche diestro en los sistemas de emisión inalámbrica.
No sabemos qué tal funcionará el invento del señor Pacheco, pero así, a primera vista, su propósito nos parece una empresa vana, pues el desarrollo de la ciencia digital ha adquirido un ritmo vertiginoso y el mercado ofrece ya todo un arsenal tecnológico a quienes prefieren verse dispensados del esfuerzo que conlleva el estudio: desde los clásicos dispositivos dotados de conexión bluetooth hasta nanoauriculares que luego han de ser extraídos del oído del tramposo con la ayuda de un imán, pasando por aparatos inmunes a los sistemas de inhibición e incluso microcámaras que se alojan en un botón de la camisa, la red ofrece una disparatada panoplia de posibilidades a todos esos rufianes que no entran en una biblioteca ni siquiera cuando se pone a llover.
Tan vituperable práctica se circunscribe, de más está decirlo, al ámbito estrictamente académico, ya que existen otros escenarios en los que el uso del pinganillo es ejercicio que se juzga con aprobación e incluso se valora como un signo elevado de las luces del siglo. Los emplean con toda la naturalidad del mundo (algunos más que otros) nuestros representantes en el Parlamento, haciendo posible que unos y otros se entiendan en todas las lenguas del Imperio, desde el vascuence hasta el aranés. Y no puede vivir sin ellos, si damos crédito a esas malas lenguas tradicionalmente tan bien informadas, doña Isabel Díaz Ayuso, con un truco de ventriloquía que le permite dejar en manos de sus asesores el análisis de las cuestiones más complejas cuando comparece en público. Por qué sigue profiriendo entonces toda suerte de desatinos en sus intervenciones, es asunto que habría que plantear a quien se los va dictando al oído en cada ocasión; a ver si ahora toda la culpa la va a tener la tecnología.