Qué hacen los que se quedan

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Burgos
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El médico Juan Francisco Lorenzo ultima una guía en la que, desde su experiencia y la del grupo de autoayuda al que pertenece, ofrece reflexiones para ayudar a la gente cercana a superar la pérdida de un ser querido que decidió quitarse la vida

Juan Francisco Lorenzo, médico y superviviente de suicidio. - Foto: Luis López Araico

Desde que dio un paso adelante y allá por 2019 reflexionó públicamente (lo hizo en este periódico) sobre la pérdida de su hijo, el prometedor escritor David Lorenzo, Juan Francisco Lorenzo, médico internista especializado en VIH/sida, se ha convertido en un referente para los supervivientes de esa tragedia que supone perder a un ser querido por suicidio. Impulsó, junto a otras personas, un grupo de autoayuda que se sigue reuniendo mensualmente; son innumerables las charlas que ha dado en colegios e institutos pero también a colegas de profesión y a cualquier otro colectivo que se lo ha pedido (en mayo dará una sesión clínica en el servicio de Psiquiatría del HUBU); está implicado activamente en el grupo de prevención y apoyo Apresuic y atiende a cualquiera que lo requiere organizando de la forma más rápida posible una primera atención frente a ese drama que deja la vida en suspenso. Ahora, todo este bagaje personal y el de la gente que lleva navegando con él para intentar aliviar ese dolor infinito, lo ha plasmado en una guía que se publicará próximamente con el apoyo de la Fundación Cajacírculo y las ilustraciones de Marta San Martín. 

Sabe lo perdido y noqueado que se sintió en el momento en que recibió la fría y poco empática llamada de una colega de emergencias anunciándole que su hijo había fallecido y conoce bien el estrago emocional sufrido por otras personas a las que les entregaron las pertenencias de sus familiares en un estado lamentable. «No se puede dar una noticia así por teléfono y colgar sin saber cómo está la otra persona, si acompañada o sola, si va a poder coger el coche o no... y no se puede entregar la ropa ensangrentada a la madre de un chico que acaba de terminar con su vida. Y cosas así pasan. No puedo entender cómo sigue ocurriendo esto y cómo el sistema sanitario o las fuerzas de seguridad o el sistema judicial aún no tiene un protocolo con el que actuar cuando ocurre un caso ni cómo no se enseña a dar malas noticias, porque es algo que se puede hacer bien». 

Lorenzo afirma que las reflexiones que ha recogido en el libro quieren ser un «acompañamiento desde la experiencia, que creo que es lo más honesto que se puede hacer: es un aprendizaje del que nunca vas a dudar porque lo tienes grabado a fuego». Por eso, lo primero que aborda son los dos sentimientos que, indefectiblemente, invaden a todos los supervivientes de suicidio: la culpa y la vergüenza. «Se siente culpa por todo, por no haberte dado cuenta, por lo que dijiste, por lo que no dijiste, por no haber estado atento a las señales que pudo enviar esa persona... pero no, nadie es culpable de la decisión que toma otro y nadie debe cargar en su conciencia lo que no le corresponde, y sólo nos corresponde lo que depende de nosotros y esto creo que lo tiene que escuchar alguien que lo está sufriendo», explica. Y con respecto a la vergüenza, que dice que él no sintió, la vincula con el reproche social que cree que aún existe sobre el suicidio y que tiene que ver con años de silencio sobre esta forma de morir y de moral católica, cuya iglesia hasta hace no mucho tiempo negaba el enterramiento a quienes decidieron terminar con su vida: «Morir nunca es indigno, se tenga la edad que se tenga y sean cuales sean las circunstancias de la muerte. Es lo más trascendente que sucede en nuestra vida y no está sometido al juicio de nadie».

También van a leer los supervivientes en esta guía algo que ya saben o intuyen: que el dolor no se pasa, que dura toda la vida... pero que llega a ser asumible: «No se puede evitar, no se puede combatir, no tiene antídoto, pero se puede pactar con él, que para mí significa aceptar que no puede evitar que aparezca, que no hay por qué instalarse en un estado de dolor consciente permanente. Si no aprietas los puños, si no peleas contra él acaba diluyéndose, volatilizándose, marchándose. El problema es cuando ante su presencia tratas de ofrecer resistencia».

Es ahí cuando -apunta- aparece el sufrimiento, «que te deja en estado de supervivencia, comes, respiras, caminas... realizas funciones vitales de un modo semiautomático porque no te queda más remedio aunque en tu fuero interno desearías quedarte quieto, como si también estuvieras muerto, pero si te relacionas bien con el dolor acaba cediendo».

Aceptación y resignación. Lorenzo reflexiona, además, sobre el momento en el que llega la aceptación, a la que diferencia de la resignación, «que es un acto de sumisión forzosa»: «Aceptar es estar presente en tu propia experiencia. Aceptar es estar ahí, presente en lo que ha sucedido, soportando el dolor. No hay lugar al que podamos huir, no podemos escapar, y se acaba experimentando que lo que parecía insoportable se puede soportar». Aconseja, en este sentido, refugiarse en los buenos recuerdos «en el momento en que se pueda», y hacerlo como a cada quien le reconforte más: «Hay personas que elaboran un álbum de fotografías, otras que hablan de la persona que se ha marchado y rememoran aquello que les gustaba hacer.

Entre todas estas reflexiones no se quiso olvidarse Lorenzo de cómo hablar con los niños de la muerte por suicidio de un familiar. «No hay que mentirles nunca y sí adaptar la información a su edad y, sobre todo, a las preguntas que se vayan haciendo. Esto es muy importante porque nadie pregunta por lo que no quiere saber». 

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