Hay que remontarse a 1860 para encontrar una alusión en España a un detective privado, concretamente en un anuncio de prensa en el que se presentaba como «policía particular» y aportaba una dirección. Es la primera referencia sobre los inicios en el país de esta peculiar profesión y el hilo del que tira Óscar Rosa para radiografiarla en un libro que ahora ve la luz para desmitificarla.
De Baker Street al Paseo de la Castellana (Editorial Ariel) es la obra de un detective privado que durante 12 años sacó la lupa para documentarse sobre la realidad y la ficción de una figura que lleva en la sangre, porque no en vano es hijo de uno y hermano de otros tres, con despacho en Málaga y una oficina en Madrid, difícil de encontrar pese a situarse en la Castellana.
Historia y servicios de los detectives privados es el antetítulo del libro, de 316 páginas, donde el autor parte de esta premisa: «La profesión en sí misma y todo lo que la rodea, siempre ha suscitado un fascinación particular, envuelta en un halo de romanticismo». Un embrujo del que es culpable la ficción.
De ese detective «icónico» de las novelas y de las películas trata la primera parte del texto, que también hace un repaso de la simbología que utiliza la profesión, desde la lupa, la llave o la pipa a animales como el búho, el lobo, el zorro el águila. «Ya desde finales del siglo XIX, toda novela u obra de teatro que en su título llevara la palabra detective, tenía garantizado el éxito», subraya Rosa, que no solo indagó sobre personajes famosos como Sherlock Holmes o Fantomas, sino también sobre otros menos conocidos pero que en conjunto convirtieron a esta figura «misteriosa, intrigante, enigmática e ingeniosa, en una especie de mito».
Pese a todo, es una labor «de la que se conoce muy poco», recalca el autor, quien desde su experiencia ha comprobado cómo la gente se sorprende cuando les descubre las diferencias entre la realidad y la ficción. Por eso, quiso dedicar una parte de su libro a responder a las preguntas que le hacen para desvelar que, por ejemplo, solo pueden investigar un delito privado a instancias de un cliente -nunca un asesinato, puntualiza-; que en España no llevan pistola; que para ejercer hay que estudiar tres años o que no se hacen cargo de un solo caso durante meses -como pasa en las novelas.
Frente a ello, la ficción presenta a un «icono detectivesco» porque, según Rosa, «mola más un personaje que sea alcohólico, que tenga problemas con las drogas, que esté divorciado, que una persona con una vida normal». Incluso refleja una especie de animadversión de las Fuerzas de Seguridad hacia este profesional por «meter las narices donde no debe». «Eso en España no pasa, porque la colaboración es extraordinaria», enfatiza.
Agencia pionera
Veintiocho años más tarde del anuncio de ese primer «investigador privado» en un periódico, el exjefe de la Policía en Barcelona Daniel Freixa inauguró en la Ciudad Condal la agencia de detectives La Vigilancia y Seguridad Mercantil, enfocada a informes comerciales, pero que ofrecía también servicios «sobre toda clase de asuntos». Fue pionera, como en la capital de España la agencia Balbuena, abierta en 1900 y la primera que se definió como «policía particular».
Inglaterra, Francia o EEUU nos llevaban medio siglo de ventaja en la creación de estos negocios, pero España se la lleva a muchos países en la regulación de la profesión y en su formación. «Estamos a la cabeza», señala Rosa. España la reguló en 1951 e implantó una formación obligatoria en 1981.
Actualmente, según datos de la Asociación Profesional de Detectives Privados de España referentes a 2023, hay alrededor de 1.100 despachos y más de 5.000 profesionales habilitados en todo el país. De ellos, poco más de una cuarta parte son mujeres. Desvela Rosa que la primera española detective aparece en un anuncio de 1925, se llamaba Carolina Bravo y era de Barcelona. Le siguieron otras, que en esa época tenían que tener el permiso del marido o del padre para poder trabajar. Son «más valientes, discretas, resolutivas y eficaces», apostilla el autor.