José Blanco White, a su llegada a Inglaterra, fue bien recibido y acogido, debido a las recomendaciones de Lord Holland. Al poco estuvo instalado de manera confortable y a nada editaba un periódico, El Español, donde amén de comenzar a firmar en 1810 como Joseph Blanco White utilizaba también el seudónimo de Juan sin Tierra. El rotativo, defensor de la apertura comercial sin trabas con la América Hispana y de una alianza hispano-inglesa, alcanzó renombre y cruzó el Atlántico, obteniendo una potente difusión. Sus artículos serían referencia para Simón Bolívar y otros líderes independentistas, pues era crítico con la Constitución de Cádiz de 1812, tachándola de mojigata y conservadora. Además, afirmaba que no había otorgado la debida representación a las provincias hispanoamericanas.
Lord Holland suscribió a la embajada española en Cádiz con 100 ejemplares. Los libreros londinenses también se hicieron abonados, al igual que las empresas inglesas con intereses. Los navieros llevaban miles de ejemplares de reproducciones hasta allí y terminó recibiendo una subvención del Ministerio de Exteriores inglés, el Foreign Office. Se le encargó, además por este organismo, escribir informes sobre América y traducir documentos políticos nacionales para ellos, cobrando por hacerlo. Él mismo lo confiesa: «No puedo desprenderme de algunos sentimientos que amargan el bien que se me ha hecho. Me están pagando con el dinero del servicio secreto, como a aquellos que traicionan a su país, y si esto fuese sabido por mis enemigos, sería para ellos cuestión zanjada que yo haría cualquier cosa por dinero».
Desde luego que eso pensaban en Cádiz no pocos de sus antiguos compañeros y lo expresaron con duras palabras, como las de este diputado de las Cortes gaditanas: «Yo reconozco en El Español a un enemigo de su patria, peor que el mismo Napoleón. Este hombre, este desnaturalizado español, al abrigo de que la nación no puede castigar sus insultos, lejos de sostener la causa de su patria, contribuye con toda eficacia a que perezca. En estas circunstancias, creo que debe haber perdido el derecho de ser ciudadano español».
Ya en 1811, Blanco White empezó a proponer que la Regencia nacional pasase a estar en manos de un militar enérgico, aún a riesgo de una dictadura, y al año siguiente dio un paso más y propuso que ese cargo recayese en el general británico Wellington.
José María se nos había hecho ya del todo inglés y, conocedor de la existencia de su hijo habido con Magdalena Esquaya, se lo llevó con él a Inglaterra, donde lo registró como Ferdinand White Junior.
Para completar del todo su transición, decidió abandonar también el catolicismo y hacerse miembro de la iglesia anglicana. Sus amigos ingleses le porfiaban que para ser él también un «buen inglés» era inexcusable el hacerlo y entonces escribió a su familia para pedirle los documentos necesarios, ocultándoles que era para convalidarlos y pasar a ser clérigo anglicano. En mayo de 1814, consiguió que el obispo de Londres, vistos estos y tras jurar los 39 artículos de la Iglesia Anglicana, lo reconociera como clérigo y en tal oficio se empleó, dando por terminada la publicación de El Español.
En septiembre de ese mismo año ya estaba en la Universidad de Oxford. Al siguiente, Lord Holland le nombró preceptor de su hijo y se trasladó a vivir a Holland House, en el barrio londinense de Kensington, donde en 1817 conoció al escritor neoyorkino Washington Irving, quien fue el autor de los maravillosos Cuentos de la Alhambra y que nos trataría a España y los españoles bastante mejor de lo que en sus libros sobre nosotros iba a hacer él.
Blanco White no regresaría ya jamás a España. Allí recibió en una ocasión la visita de su hermano militar, Fernando, pero no hizo nada por volver. El ya era inglés y como tal participó de manera activa en la vida del país. Adscrito a los tory, defendió con encono las bondades de la unión Iglesia-Estado establecida en Inglaterra y siguió fustigando con furia al catolicismo como el mayor de los males, acusándole de perpetuar el retraso, la intolerancia y la incultura dominante. En Oxford, escaló posiciones y gozó de una buena posición, aupado por los conservadores. Pero una disputa político-religiosa entre evangélicos y anglicanos torys acabó con estos últimos, que le habían aupado, acusándolo de traidor. Acabó por tener que abandonar la universidad y se marchó a Irlanda como preceptor del hijo de uno de sus amigos, que había sido nombrado arzobispo anglicano en Dublín. No le gustó nada el carácter de sus habitantes y le produjo un enorme rechazo el feroz rencor entre católicos y anglicanos.
Aquello pesó después sobre su siguiente paso. En el año 1834, abandonó el anglicanismo y se convirtió en unitario, una adscripción protestante que niega la Santísima Trinidad y, vuelto a Inglaterra, se marchó a vivir a Liverpool, donde estos eran fuertes. Allí moriría en el año 1841, tras haberse quedado inválido dos años antes.
Aunque en muchos de sus escritos aparecen reflexiones sobre España, solo tiene un libro dedicado a ella. Lo tituló Cartas a España, que publicó en 1822, bajo seudónimo primero para después hacerlo con su nombre. No fue traducido ni publicado en territorio nacional hasta 1972.
Son un total de 12 en las que ante todo hay una clara intención de fundamentar la visión inglesa sobre el país de atraso y fanatismo religioso. En sus apreciaciones hay razonadas críticas a todo ello, pero no deja de percibirse también un sordo rencor de fondo y el juicio llega a ser cruel, pues destaca por encima de todo los aspectos más duros y siniestros. Es muy difícil encontrar algún pasaje en positivo o una mínima detención en la belleza o monumentalidad de algunas ciudades. Ni siquiera la de la propia Sevilla, pues solo se hace eco de ella a través de un libro de un viajero inglés, Joseph Townsend, para decir lo siguiente y no mentar ninguno.
«Townsend les informará de la situación de Sevilla, de su aspecto general y los famosos edificios que son el orgullo de los sevillanos. Yo limitaré mi descripción a otros aspectos particulares de los que él no se ocupó o que escaparon a su observación»
Pero sí es cierto que en alguna de esas cartas, en particular la primera, la cuarta y la quinta, aparece un gran escritor costumbrista elogiado incluso por Menéndez Pelayo, que no le tenía ninguna simpatía y lo tildaba de apátrida y apóstata. «Si las cartas toman en el concepto de pintura de costumbres españolas, y sobre todo andaluzas, del siglo XVIII, no hay elogio digno de ellas. Nunca han sido pintadas las costumbres andaluzas con tanta frescura y tanto color. Hoy mismo pasan por cuadros magistrales el de la corrida de toros, el de una representación de El Diablo Predicador en un cortijo andaluz, el de la profesión de una monja y el de las fiestas de Semana Santa en Sevilla».
Pero en todas recalca de continuo que todo está infestado de supersticiones e ignorancia. Y si concede que por las estribaciones de la serranía de Ronda los paisajes son bonitos, ya señala que no hay quien transite por tales los caminos. En otro pase, en esta ocasión situado en la Mancha y en concreto en Valdepeñas, sí elogia el vino y las bodegas, pero se recrea en la ejecución de cuatro bandoleros, tres de los cuales son ahorcados mientras que uno de ellos, que era hidalgo, le dieron garrote y lo trataron con mayores consideraciones. Con ello apuntala la imagen de una nobleza con privilegios hasta para ser ajusticiado, que era cierto, pero lo mismo pasaba en la nación que él proponía como espejo en el que mirarse.
José Blanco White goza hoy de gran predicamento en los segmentos considerados más progresistas, en especial en su natal Andalucía, donde para algunos su figura es un icono. Sobre todo en Sevilla, donde tiene placas a su memoria. En Cádiz, sin embargo, no goza de tantas simpatías.