El reino de la alegría

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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El convento de Santa Dorotea cumple 600 años de existencia sostenido en la actualidad por 5 risueñas monjas filipinas, que se sienten felices y llenas de júbilo e ilusión por el hecho de que su exigua comunidad pueda festejar tan rotundo aniversario

Las hermanas María Luisa, Rosalyn, Agnes, Mercy y Edna exhiben su simpatía en la nave de la iglesia. - Foto: Alberto Rodrigo

Rosalyn, que se halla concentrada dando barniz a uno de los bancos de la iglesia, exhibe una sonrisa que remite -sin duda ninguna- a otra tierra, a otra latitud. Es su expresión risueña tan ancha y tan alegre, tan llena de vitalidad, que contrasta con el recogimiento del templo burgalés, silente en la destemplada mañana de mayo. Rosalyn reina tras los muros de un convento que cumple ahora seis siglos, nada menos. Es una de las seis hermanas que habitan un recinto monástico que, cuando se erigió, era un islote: la ciudad de Burgos sólo existía intramuros, y a su alrededor todo era campo, huertas, caminos. Se diría que Santa Dorotea pasa desapercibido porque está encajado en una calle escueta y angosta que se bifurca cuando concluye, hecho que suele despistar al transeúnte, que tiende a olvidar con rapidez cuando se enfrenta a la tentación de varios horizontes. Pero lleva allí desde hace 600 años, una eternidad, palabra cuyo significado no puede contradecir más el rostro de la hermana Rosalyn, que es el retrato exacto del hoy, del ahora, de la alegría de vivir.

Eso es lo que se respira tras los muros de este convento: júbilo y regocijo. Las canciones y las risas de las hermanas inundan cada estancia con la misma fuerza con la que entra la luz por los ventanales de su singular claustro, unos corredores en los que, junto a las tallas de santos y vírgenes, lucen con exuberancia todo tipo de plantas y flores. «Yo soy feliz aquí», exclama la hermana Rosalyn tras concluir la mano de barniz y mientras se adentra con determinación en los dominios que son su hogar desde hace más de quince años. Esta 'dorotea' es filipina, como lo son el resto de las hermanas que conforman la exigua congregación que resiste en este convento salvo una, Manuela, la más mayor y única española, a cuyos cuidados están entregadas en cuerpo y alma con un cariño infinito.

Mercy, que ejerce de priora (las 'doroteas' de Burgos dependen de un convento ubicado en Mallorca), es también un cascabel, pura simpatía y un torbellino de aquí te espero. Cuando desciende por las escaleras a las que se ha encaramado de forma casi suicida para colocar unas cortinas del refectorio, su sonrisa es tan luminosa que si fuera de noche cualquiera creería que acaba de amanecer. «Aquí hacemos todas de todo», dice remangándose el hábito y tratando de evitar, con sincero pudor, a los periodistas; pero concede unas palabras e incluso una paciente sesión de fotos consciente de la importancia del aniversario que están festejando. «Nos sentimos privilegiadas de estar aquí seiscientos años después de que se fundara este convento. Aunque seamos poquitas, lo estamos viviendo con mucha ilusión, con mucha alegría. Somos felices: sirviendo y amando al Señor y a la comunidad».

Las hermanas María Luisa, Rosalyn, Agnes, Mercy y Edna exhiben su simpatía en la nave de la iglesia. Las hermanas María Luisa, Rosalyn, Agnes, Mercy y Edna exhiben su simpatía en la nave de la iglesia. - Foto: Alberto Rodrigo

De su fundación sabe mucho, o todo, Francisco Javier Gómez Oña, que se mueve tras sus muros con la familiaridad de quien se siente en casa. Ha escrito un pequeño libro con motivo del VI centenario de la fundación de este convento gótico, posiblemente edificado por Simón de Colonia, que atesora sendos sepulcros (del fundador, don Juan de Ortega, y de Alonso de Ortega, sobrino del primero), atribuidos a Nicolás de Vergara. «Son verdaderas joyas artísticas, poco conocidas por lo general», apunta Gómez Oña, quien defiende que este conjunto monástico (Huelgas y Cartuja al margen) «es el más destacable de la veintena larga que existía en el siglo XVI, por encima del de La Merced, San Bernardo, Santa Clara o Santa Teresa».

Las hermanas hablan entre sí en un dialecto tagalo. «Yo no domino muy bien el español, pero estudio todos los días porque quiero aprender más», afirma sor Rosalyn, que se muestra encantada con su existencia en las antípodas de su lugar de origen. «Me gusta esta vida; es una vida sencilla, dedicada al Señor. Rezamos, hacemos labores artesanales -coser, bordar, pintar, repostería-, y estudiamos. Soy muy feliz. Y este es un convento muy bonito», apostilla con alborozo. El claustro, que forma parte de la clausura y que conecta con la zona que acoge las celdas de las monjas, tiene en su centro un jardín y un surtidor. Uno de sus elementos primitivos es una elegante escalera que, según la memoria de esta orden monástica, resistió los embates de la caballería napoleónica durante la ocupación francesa, toda vez que el conjunto fue utilizado como caballerizas; algunos escalones dan fe de ello.

El refectorio es un salón austero y muy amplio que constituye una espléndida metáfora de la realidad que atraviesan la mayor parte de conventos y monasterios. La crisis de vocaciones los han ido deshabitando, y en el centro del gran comedor de las 'doroteas', que llegó a acoger hasta medio centenar de monjas, está dispuesta la mesa para cinco comensales: Mercy, Rosalyn, Agnes, María Luisa y Edna. En la sala capitular, que es recoleta y se encuentra adornada por varias tallas de la Virgen y cuadros que aluden a la vida de Jesús, se reúnen las hermanas para rezar y despachar los asuntos del día a día. Existe una estancia en este convento, hoy convertida en locutorio para las visitas, en la que, se dice, se hospedó en cierta ocasión Santa Teresa de Jesús, hito histórico que llevan sus actuales moradoras con orgullo.

La huerta del convento es otra de las joyas de este recinto. Está llena de árboles: cerezos, almendros, manzanos, ciruelos, nísperos, un gigantesco avellano, un exuberante laurel y una espléndida nogala que parece haber librado de las homicidas heladas de abril; tienen también gallinas, que se solazan en derredor, y hay una parcela reservada a huerta pura y dura: ahí cultiva la propia hermana Mercy tomates, pimientos, cebollas, calabazas... «Tengo fuerza para todo», confiesa sin desprenderse de la sonrisa. Llama la atención, en la estancia que precede al huerto, la existencia de unos cuantos balones. Y es que la 'doroteas' no sólo rezan y trabajan, también hacen deporte. Aunque sean pocas, echan sus partidos de fútbol y voleibol en el patio del convento. Les sucede, a veces, que el esférico traspasa los recios y altos muros del recinto. «Y tenemos que esperar a que nos lo devuelvan. La gente sabe que jugamos, porque nos oyen reír y gritar», dicen entre risas que resuenan en los corredores del convento como un súbito estallido de primavera.

El convento acoge estos días varios actos de celebración del VI centenario. El domingo se celebró uno de Acción de Gracias que presidió Bernardito Auza, nuncio del Papa en España. El lunes, Francisco Javier Oña ofreció en la bella iglesia una conferencia sobre la historia del convento. Y durante todo el mes de mayo, los sábados y los domingos habrá puertas abiertas para contemplar las obras del recinto monástico. Asegura Mercy que el futuro del convento está asegurado: pronto llegará alguna nueva hermana también procedente de aquel remoto archipiélago. Piensan resistir como aquellos héroes que se atrincheraron en Baler, ajenos al final de una guerra que habían perdido. Algo tienen las 'doroteas' de ese carácter resistente: son las últimas de Filipinas, valientes monjas que están viviendo los seiscientos años del convento que habitan con una alegría que cautiva; una alegría incontinente y franca; una alegría que mueve su vida y que es su reino. Uno que no parece de este mundo.

Un reino lleno de alegría.